Autor: Max Silva Abbott
Los recientes debates y reacciones,
incluso furibundas que ha generado el sacrificio de animales en los zoológicos
de Santiago y de Ohio (en el primero, de leones para salvar a un sujeto enfermo
que se metió a la jaula para suicidarse y en el segundo, un gorila, al haber
ingresado un niño a su recinto), muestran muy a las claras los profundos
cambios que está sufriendo la mentalidad occidental, al menos la de mucha
gente.
En efecto el solo hecho que se critique,
y a veces duramente el obrar del personal de seguridad de ambos recintos, pese
a haberse seguido todos los protocolos prestablecidos, quienes se vieron en la
extrema necesidad de matar a estos animales para salvar la vida de personas,
son muestra de esta profunda mutación. Mal que mal, en el fondo de estas
críticas subyace el considerar más importante a los animales sacrificados que a
las personas salvadas, que además, en ambos casos no eran responsables por lo
que hacían y se exponían a una muerte segura.
De esta manera, si esta mentalidad sigue
creciendo, podrían producirse grandes cambios en el modo de concebir, de
tutelar y de actuar tanto respecto de los seres humanos como de los animales,
cuyos contornos resultan aún inciertos, pero inquietantes.
Así, si para ciertas corrientes
animalistas el ser humano y los animales poseen el mismo valor ontológico (o
incluso para algunas sería superior el animal), resulta claro que las razones
que actualmente existen para tutelar al primero por sobre el segundo podrían
cambiar drásticamente, por ejemplo, haciendo prevalecer la protección animal en
pos de ciertos seres humanos, probablemente los más indefensos, de aquellos que
no produzcan o se conviertan en una molestia o en un motivo de gastos.
Por análogas razones, el estatuto
jurídico de los animales ya está comenzando a cambiar en ciertos lugares,
pasando de ser considerados bienes muebles semovientes (esto es, que pueden
moverse por sí mismos), a una categoría –por ahora– intermedia entre las cosas
y las personas, como ocurrió recientemente en Francia, en que una sentencia los
declaró “seres sintientes” y por tanto, condenó someterlos inútilmente al
dolor.
Mas, de seguir así, en algún momento se
buscará homologarlos a la condición de personas; con lo cual, al menos respecto
de los animales privilegiados que eventualmente sean investidos de este
privilegio (en efecto, pocos defienden a seres más desagradables, como las
arañas o las serpientes), estaría prohibido, entre otras cosas, encerrarlos,
cazarlos o comerlos. E incluso habría que nombrarles un representante legal
para que puedan adquirir y ejercer sus derechos (una especie de
“ombudsaninal”), ya que obviamente no podrían hacerlo por sí mismos.
¿Llegaremos tan lejos?
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