Autor: Fernando Pascual
Hay venenos que huelen mal,
que actúan rápidamente, que matan en pocos minutos. Otros venenos se dosifican
poco a poco, penetran lentamente, hieren a la víctima sin que perciba lo que
está ocurriendo en su organismo.
También en el mundo de las
almas hay venenos. El más terrible, el más destructor, el más trágico, es el
pecado mortal. Junto al mismo también hay pecados “pequeños”, o apegos
obsesivos, o ambiciones mal controladas, o ideas erróneas, que poco a poco
envenenan el alma, hasta apagar el entusiasmo, la alegría, la fuerza del
Espíritu.
Hay venenos que buscamos y
que consumimos desde nosotros mismos. Somos débiles, somos frágiles, estamos
heridos por las consecuencias del pecado original. Miles de objetos aparecen
ante nosotros con un brillo aparente y engañoso: encierran mucho veneno, pero
no lo vemos. Al final, dejamos que el mal penetre en el alma. Quedamos
envenenados.
Otros venenos nos llegan
desde envenenadores de almas. Porque en el mundo de ayer y en el de hoy, hay
personas y grupos que promueven, casi diabólicamente, el pecado en todas sus
formas.
Fuera de las escuelas, hay
quienes engañan a los niños y adolescentes para que empiecen a drogarse. En el
mundo de los medios de comunicación de masas, guionistas y productores lanzan a
la televisión o al inmenso mundo de Internet imágenes e ideas venenosas, que
atontan, que encandilan, que llevan al pecado.
Otros envenenadores son más
sutiles. Trabajan desde insinuaciones. Susurran al oído datos tal vez
verdaderos mezclados con interpretaciones falsas. Inspiran desconfianza hacia
familiares, amigos, conocidos. Levantan pasiones de avaricia, de lujuria, de
soberbia, de odio, de venganza.
Inoculan su veneno poco a
poco. El alma lo recibe a veces con una candidez que asusta. El ropaje de la
voz suave de quien se declara “amigo” y no es más que un destructor de almas
hace sucumbir a los ingenuos.
Frente a tanto veneno, hace
falta defenderse con firmeza. No podemos transigir mínimamente con ningún pecado,
ni siquiera venial. La fórmula “antes morir que pecar” vale siempre.
¿Motivos para no dejarse
envenenar? Basta con recordar que está en juego un tesoro inmenso del alma:
nuestro amor a Dios. No sólo eso: también está en juego la vida verdadera, la
de la gracia en los corazones. Está en juego, además, la caridad fraterna: todo
pecado destruye las relaciones entre los hermanos.
Hay que luchar con firmeza
contra el veneno. Hay que denunciar y apartarse del daño que producen los
envenenadores de almas. No podemos permitir que nadie ahogue la vida de gracia
que Dios puso en nosotros desde el día del bautismo. No podemos permitir que la
mentalidad de este mundo nos llene de tinieblas.
Vale para nosotros la
exhortación de san Pablo: “Os ruego, hermanos, que os guardéis de los que
suscitan divisiones y escándalos contra la doctrina que habéis aprendido;
apartaos de ellos, pues esos tales no sirven a nuestro Señor Jesucristo, sino a
su propio vientre, y, por medio de suaves palabras y lisonjas, seducen los corazones
de los sencillos” (Rm 16,17-18).
Sí, hay que apartarse
decididamente de los envenenadores de almas. No sólo eso: hay que pedirle a
Dios que no permita que nosotros mismos caigamos en ese terrible pecado de
llevar a otros venenos grandes o pequeños, sino que nos haga difusores sanos y
sinceros de todo lo bueno, lo agradable, lo perfecto (cf. Rm 12,2).
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