Autor: Fernando Pascual
En el corazón de todo pecado
hay un veneno independentista, un anhelo de tomar la vida como algo propio, sin
ataduras a mandamientos y sin dependencias que se ven como opresoras.
Así ocurrió en el primer
pecado, el que marcó la historia de toda la humanidad. Adán y Eva desconfiaron
de Dios y escogieron el camino que fue presentado, engañosamente, como una
conquista de libertad y de realización personal.
Lo que ocurre, sin embargo, en
cada pecado, es que el deseo de independencia y libertad lleva a nuevas
esclavitudes. A la esclavitud de la mentira que viene del demonio, de las
pasiones que pierden su equilibrio, de las opiniones de un mundo alejado de
Dios.
Un camino que inició con sueños
de grandeza (“seréis como dioses”) termina con la peor de las esclavitudes: la
muerte. El ser humano, hambriento de libertades, empieza a vivir la amargura
del dolor, de la soledad, de la injusticia, del egoísmo.
Si el pecado nace de ese deseo
de autoafirmación y de independencia, la vida verdadera inicia cuando rompemos
con ese deseo malsano y aceptamos una dependencia buena: la de quien, como
hijo, acoge a Dios Padre.
Cristo es, en ese sentido, el
verdadero liberador, el que rompe el anhelo del pecado y abre las puertas a una
vida bella, en casa, como hijos obedientes y abiertos al querer de un Dios
Padre bueno.
“Para ser libres nos libertó
Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo
de la esclavitud” (Ga 5,1). Ya no nos pertenecemos: tenemos un buen
Señor, somos de Cristo y en Cristo somos libres (cf. Ga 3,23-29).
La libertad verdadera es la
que nos une a Cristo y a los hermanos, y nos otorga la vida auténtica. Rompemos
las ataduras del demonio, que nos engañó con un independentismo vano, y
empezamos un camino maravilloso, en el que ya no somos siervos, sino amigos
(cf. Jn 15,14-15).
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