La creciente incursión del Estado en la vida privada de las personas en
nombre de los “derechos humanos”, está avanzando a pasos agigantados en
diversas partes del mundo y Chile no es la excepción.
En efecto, cada vez es más común que se le encomiende al Estado una mayor
participación en la promoción, puesta en práctica y tutela de los “derechos
humanos”, que pretenden afectar a todas las esferas de la vida. De este modo,
se da la paradoja que hoy por hoy, muchos de los actuales “derechos humanos”,
lejos de ser una defensa contra la intromisión del Estado, se están
convirtiendo en la excusa para darle más y más facultades y poderes sobre los
ciudadanos, apoyado y azuzado por diversas instancias internacionales.
Uno de los muchos ejemplos de lo que venimos diciendo es la notable
evolución que han tenido en los últimos veinte años los derechos de la niñez.
Antes, se consideraba que por su estado de desarrollo, resultaba evidente la
necesidad de protegerlos (apoyado sobre todo en el principio del “interés superior
del niño”), precisamente porque dado su nivel de madurez, no estaban preparado
todavía para ser independientes. Y dentro de esta labor de protección y por
razones evidentes, los padres tenían un papel protagónico.
Ahora, por el contrario, y amparado en la Convención de los Derechos del
Niño y sobre todo en los dictámenes de su Comité, se ha ido abriendo paso de
manera inquietante el concepto de “autonomía progresiva”. Según él, el menor
debiera tratar de igual a igual con los adultos a una edad muy temprana, a fin
de tomar sus propias decisiones y no ser influenciado por otros, quienes
vendrían a quitarle libertad y no lo estarían tratando como un titular de sus
propios derechos.
En realidad, resulta evidente que el menor tiene sus opiniones, más maduras
a medida que crece y que su punto de vista debe ser tomado en cuenta, de
acuerdo a las circunstancias de su desarrollo, en muchas materias importantes,
como en juicios de familia, por ejemplo.
Pero una cosa muy distinta es pretender, so pretexto de “autonomía
progresiva”, separar a los hijos de sus padres, privando además a estos últimos
de su derecho fundamental a criarlos y educarlos de acuerdo a sus propias
convicciones. Y es aquí precisamente donde la intromisión del Estado se hace
intolerable, al pretender imponer su visión de las cosas.
Además, las relaciones familiares son concebidas aquí de acuerdo a la vieja
dialéctica marxista de oprimidos y opresores. Sólo ello explica que esta
“autonomía progresiva” pretenda que los menores puedan, como literalmente
señalan sus promotores, “protegerse del poder de la familia”, de la
“dependencia y subordinación de los padres”, “liberarse de los valores
socialmente hegemónicos” propios de un “orden biopolítico opresor” que los
condena a “la servidumbre de la repetición”, y varias otras impactantes frases
por el estilo. En consecuencia, para esta visión, el logro de esta “liberación”
debiera ser un objetivo del Estado, lo que justificaría su creciente
intervención.
Ahora bien, la gran pregunta que surge es: si efectivamente la familia
fuera una entidad “opresora”, ¿cómo evitar que “liberados” de ella, los menores
no caigan en las garras del Estado? O si se prefiere: si se los “libera” de la
“maldita familia”, ¿quedarán por ese solo hecho protegidos o liberados de otras
influencias verdaderamente nefastas?
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