Autor: Fernando Pascual
Una computadora hará miles de
operaciones con rapidez y perfección. El programador lo sabe. Pero la
computadora no se da cuenta.
¿Por qué? Porque darse cuenta
de que uno actúa bien es posible cuando se alcanza un concepto sumamente rico:
el de finalidad.
El fin es aquello por lo cual
hacemos algo. Una misma operación puede tener varios fines según los deseos y
los pensamientos de quien la realiza.
Así, comer tiene un fin
espontáneo en el recuperar fuerzas, pero también puede servir para descansar,
para disfrutar, para convivir con otros.
La computadora recibe
instrucciones, "aprende" incluso caminos nuevos para realizarlas.
Pero no sabe cuáles son las finalidades del programador ni del programa.
El mismo programa puede tener
la potencialidad de mover un sofisticado aparato para curar a un enfermo o para
montar las piezas de un cohete cargado con varias bombas atómicas.
Los fines están en la mente y
en el corazón de quien programa y de quien usa la computadora. El aparato
electrónico no puede protestar si es usado para un delito, ni alegrarse si
ayuda a caminar a un niño inválido.
Desde luego, gracias a la
precisión de la computadora el ser humano puede alcanzar metas que antes parecían
imposibles. Pero el bien o el mal que esas metas posean no dependen del
instrumento electrónico, sino de nosotros.
Las discusiones sobre la así
llamada inteligencia artificial no pueden dejar de lado esta peculiaridad
humana: la de prefijarse fines, y la de juzgarlos según las ideas del bien y
del mal, de la justicia y de la injusticia, de la verdad y de la mentira.
Por eso, más allá de la
ficción de quienes imaginan que un día las computadoras podrían ser más
honestas que nosotros, necesitamos preguntarnos si los programas que elaboramos
sirven para mejorar la vida humana, y si sabemos usarlos según criterios de
justicia que resultan imprescindibles para convivir éticamente.
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