Autor: Fernando Pascual
En todo aborto muere más de un ser humano. Sí: en
el aborto, aunque muchos cierren los ojos, no sólo muere el hijo (pequeñito,
quizá minúsculo) que vivía en un lugar caliente y seguro. Muere un poco, y no sólo
un poco, el corazón de una madre. Muere, o queda gravemente herida, la vocación
de un médico o de algún enfermero. Estaban llamados a servir y proteger a los
débiles y un día, quién sabe por qué, empezaron a practicar abortos. Muere
también la conciencia de la sociedad, que ha permitido “legalmente” el que
inocentes, embriones o fetos indefensos, puedan ser eliminados.
Lo mejor que podemos hacer para rescatar a una
mujer que ha abortado es ayudarle a decir abiertamente lo que siente, sin
miedo. Ha permitido, ha provocado, la muerte del hijo. ¿Todo termina ahí? No:
todo comienza ahí.
El inicio de una purificación de la conciencia, de
un cambio radical, se produce cuando llamamos a las cosas por su nombre, cuando
reconocemos nuestras responsabilidades, nuestros defectos, nuestros delitos. El
mundo está lleno de ladrones que no sólo creen que son inocentes, sino que
incluso presumen de sus grandes “hazañas”. El mundo está lleno de políticos que
no dudan en hacer trampas para ocupar un cargo público, y que incluso
consideran que esto es parte del “sistema”. Pero cuando un ladrón, un día de
sol o de lluvia, reconoce abiertamente, con sencillez, que ha cometido un robo,
que ha sido injusto, puede rescatarse para la sociedad, puede empezar a cambiar
a fondo.
En la actualidad, nos encontramos con países y
gobiernos que han cerrado los ojos al
drama del aborto, un auténtico crimen de seres inocentes. En algunos
lugares se ha establecido todo un sistema de leyes, de procedimientos médicos,
incluso de asistencias psicológicas, para que el aborto pueda ser llevado
adelante sin grandes traumas. Mientras, su verdad dramática queda oculta,
incluso con toda una terminología que llega a convertir al hijo en “producto de
la concepción”, un “preembrión” o un conjunto de células sin mayor valor que el
que pueda tener una verruga en la cara...
Lo que nos está pasando ha ocurrido en otros
tiempos. Ha habido sociedades enteras que han aceptado y practicado delitos que
hoy nos llenan de dolor. La esclavitud es un botón de muestra: millares de
esclavos han sido vendidos y usados como objetos, han visto humillada su
dignidad, han muerto como animales en barcos de transporte. Todo un sistema
legal “regulaba” una estructura de violencia, en la que hasta existían normas
que, si eran incumplidas, se convertían en un delito dentro del delito...
Con el aborto pasa algo parecido: en algunos
países “civilizados” se establecen normas legales, módulos de inscripción,
consultorios. Las leyes dictaminan si el aborto se puede hacer antes o después
de los tres primeros meses de embarazo, bajo qué condiciones, con qué equipo
médico. Mientras, detrás de las sábanas y de los bisturís esterilizados, se
consuma silenciosamente, injustamente, la eliminación de los más pequeños
miembros de nuestra especie humana...
Pero mil leyes no pueden convertir en derecho
(algo recto, algo justo) lo que es un delito. Ni pueden acallar esa voz
interior que susurra, a veces que grita, que ese niño, que ese hijo, tenía
derecho a vivir.
Es tortura psicológica ignorar el sufrimiento de
la madre que ha abortado. Es injusticia no permitirle el desahogo de las
lágrimas y el consuelo de la
verdad. Porque la verdad no está solamente en declarar su
culpa, sino en iniciar su victoria. Si, además, tiene fe, podrá descubrir que
Dios no la condena, sino que la comprende y la acoge como nadie puede hacerlo.
Sólo Dios es capaz de limpiar las heridas más profundas del corazón humano.
También la sociedad de algunos países necesita
quitarse escamas y descubrir un sistema de muerte y de injusticia que ha sido “reglamentado”.
Es urgente hacerlo cuanto antes, para que nuestros hijos no nos acusen de
cobardes ni lleguen a pensar en que fueron “afortunados”, pues pudieron escapar
a un sistema criminal que admitió la muerte, quizá, de alguno de sus hermanos.
Los mismos médicos necesitan limpiar sus
conciencias y construir, como lo han hecho millares de colegas, un mundo de
justicia y de salud, donde nadie, aunque tenga defectos genéticos graves, pueda
ser excluido de la
sociedad. La lucha contra la discriminación no termina con la
supresión del racismo. Hay discriminación cuando niños no nacidos, tal vez
marcados por alguna enfermedad o defecto genético, o simplemente hijos de
familias pobres o de mujeres solteras, son excluidos del mundo de los vivos,
precisamente por quienes podrían ayudarles a un nacimiento digno e
higiénicamente seguro. Hay discriminación cuando una pareja decide abortar al
feto porque es niño (y querrían una niña), o porque es niña (y querrían un
niño). Las feministas no pueden callar ante los abortos discriminatorios. Los
“masculinistas” tampoco.
Se habla mucho de “salud reproductiva”. Por
desgracia, detrás de esa fórmula muchos defienden un presunto y falso “derecho
al aborto” cuando un embarazo no es querido o no es conveniente. La verdadera “salud
reproductiva” es la que respeta a todos los vivientes. También al que no ha
nacido. Lo contrario es, simplemente, discriminación e injusticia. Y no la
queremos para nadie, aunque sólo ocupe unos pocos milímetros en el seno de su
madre.
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