Autor: Álvaro
Correa
El vuelo ruidoso y
seguro, aunque en apariencia torpe, del “tontorrón” es parte de nuestro ajuar
familiar durante la época de lluvias.
Es fácil que estos
insectos se introduzcan en nuestras habitaciones al atardecer, encandilados por
la luz eléctrica; si bien, lo más frecuente es verlos girar sin término entorno
a las lámparas que iluminan las calles.
Sabrá Dios por qué
la gente los bautizó con ese nombre de color despectivo, aunque cabe la
posibilidad de que el motivo sea, más bien, un sentimiento de compasión.
El hecho es que,
tras la fatiga del vuelo o debido a un choque con la protección de las lámparas
luminosas o con el cristal de nuestras ventanas, los “tontorrones” caen al
suelo boca arriba, sobre el caparazón de sus alas y patalean intentando
aferrarse a algo para girarse y emprender de nuevo el vuelo.
Es lastimoso
verlos. ¡Pobrecillos! Una y otra vez flexionan sus patas en búsqueda de un
apoyo y sólo encuentran el vacío, sólo acarician el aire.
Terminan extenuados
y, si no aciertan un movimiento de fortuna, allí se quedan, inmóviles, rasgando
con sus patas un último sentir de aire.
Pidamos a Dios que
nos libre de girar en torno al vacío de nuestro egoísmo, que nos permita
aferrarnos a su amor y no caer boca arriba persiguiendo vanidades o globos de
soberbia inconsistentes.
El amor de Dios es
la roca segura sobre la que debemos construir nuestra vida; el resto es aire,
es una sombra que pasa.
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