Autor: Álvaro Correa
Siendo niños aprendimos a
pedir permiso para salir de casa. Obviamente nuestras madres nos preguntaban a
dónde íbamos a ir y qué íbamos a hacer. Para obtener el permiso, la respuesta
tenía que revestirse con un motivo provechoso.
La lección sustancial era que
debíamos obrar siempre con rectitud, que dentro y fuera de casa debíamos ser
personas buenas.
Y bien, hace poco sucedió
algo que ni por asomo imaginó el protagonista. Éste, como probablemente lo
había hecho en ocasiones anteriores, subió a un autobús con pistola en mano
para realizar un asalto.
Lo inaudito era que su
propia madre estaba sentada entre los pasajeros. Sin dudarlo, como una heroína
de película, la señora se puso de pie y recriminó a su hijo golpeándolo con un
zapato en la cabeza.
Podemos imaginar el
bochorno del joven y la pena interior de su madre, quien, además, fue la
primera en levantar la voz para que acudiera la policía.
No sin dolor materno,
pedía que su hijo recibiera su merecido porque no daba crédito de esa mala
acción siendo que ella lo había hecho crecer “bajo un hogar cristiano que sigue
el camino de Dios”.
Es probable que el joven
esté ahora en una cárcel y podemos dar por cierto que su madre irá a visitarlo
para recordarle aquellas normas de vida que trató de inculcarle en su niñez y
adolescencia.
Las mamás nunca terminarán
de ser educadoras; ojalá que los hijos les concedamos la satisfacción de vernos
crecer en calidad humana y cristiana.
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