25 de febrero de 2019

La primera llama de fuego


Autor: Álvaro Correa

Los libros de texto escolar ilustran la posibilidad de que el “homo erectus” haya controlado el fuego en la Era Paleolítica.

Los beneficios inmediatos fueron que las poblaciones podían calentarse en las noches frías e iluminarse dentro de sus cuevas; mejoraron su alimentación al poder cocinar, sobre todo la carne; el fuego los protegía de los depredadores y, además, propició que pudieran elaborar el arte parietal en sus refugios.

En verdad, el fuego ha sido un aliado vital para el hombre en su paso por la tierra. Se podría afirmar que, desde entonces, siempre ha habido un fuego encendido en alguna parte de la tierra y que toda familia humana ha alimentado sus llamas entre las paredes de sus casas.


De hecho, nos gusta referirnos al ambiente “cálido” de nuestros hogares para significar no solamente que se goza de una temperatura agradable, sino, sobre todo que se comparte un cariño entrañable y familiar.

Ojalá que el fuego, encendido desde el Paleolítico, continúe ardiendo para iluminar y calentar todo lugar donde haya un hombre. Máxime si, como cristianos, somos guiados espiritualmente por ese “fuego nuevo” que simboliza a Jesús resucitado, vencedor de las tinieblas del mal y de la muerte.

El esplendor de la Pascua alcanza toda la historia humana y nos abraza con su calor purificador a nosotros, así como a aquel primer “homo erectus” que tomó entre sus manos una llama de fuego.

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