Autor: Álvaro Correa
Los libros de texto
escolar ilustran la posibilidad de que el “homo erectus” haya controlado el
fuego en la Era Paleolítica.
Los beneficios inmediatos
fueron que las poblaciones podían calentarse en las noches frías e iluminarse
dentro de sus cuevas; mejoraron su alimentación al poder cocinar, sobre todo la
carne; el fuego los protegía de los depredadores y, además, propició que
pudieran elaborar el arte parietal en sus refugios.
En verdad, el fuego ha
sido un aliado vital para el hombre en su paso por la tierra. Se podría afirmar
que, desde entonces, siempre ha habido un fuego encendido en alguna parte de la
tierra y que toda familia humana ha alimentado sus llamas entre las paredes de
sus casas.
De hecho, nos gusta
referirnos al ambiente “cálido” de nuestros hogares para significar no
solamente que se goza de una temperatura agradable, sino, sobre todo que se
comparte un cariño entrañable y familiar.
Ojalá que el fuego,
encendido desde el Paleolítico, continúe ardiendo para iluminar y calentar todo
lugar donde haya un hombre. Máxime si, como cristianos, somos guiados
espiritualmente por ese “fuego nuevo” que simboliza a Jesús resucitado,
vencedor de las tinieblas del mal y de la muerte.
El esplendor de la Pascua
alcanza toda la historia humana y nos abraza con su calor purificador a
nosotros, así como a aquel primer “homo erectus” que tomó entre sus manos una
llama de fuego.
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