11 de marzo de 2019

El ave fénix


Autor: Álvaro Correa

El mito del ave fénix fue asimilado por la mayoría de las culturas antiguas. Sorprende incluso que, según la mitología, haya encontrado un lugar en el Edén primigenio, siendo el único ser que supuestamente no probó la fruta del bien y del mal.

Fue premiada con el don de la inmortalidad al haber observado el precepto divino. Se trata de un ave única que posee una fuerza increíble, el don de la sabiduría atesorada en los jardines del Edén y cuyas lágrimas son curativas.


Esta ave mitológica asumió diversos nombres en las culturas antiguas: la china (el Fêng-Huang), la japonesa (el Ho-oo), la rusa (el Pájaro de Fuego), la egipcia (el Benu), la hindú (el Garuda), los indios de norteamérica (el Yel), y los aztecas, mayas y toltecas (el Quetzal).

Según el poeta latino Ovidio, “cuando el Fénix ve llegar su final, construye un nido especial con ramas de roble y lo rellena con canela, nardos y mirra, en lo alto de una palmera. Allí se sitúa y, entonando la más sublime de sus melodías, expira. A los tres días, de sus propias cenizas, surge un nuevo Fénix y, cuando es lo suficientemente fuerte, lleva el nido a Heliópolis, en Egipto, y lo deposita en el Templo del Sol”.

Sin duda que, aunque se nos escapen de las manos los pormenores del relato mitológico, sin embargo sí hemos acogido la feliz moraleja de la necesidad que tiene el hombre de resurgir de sus propias cenizas.

En términos inmediatos se trataría de levantarse de los propios errores o fracasos y de las adversidades o zancadillas ajenas. En término último, aferrando la esperanza cristiana, nos referimos al resurgir a la vida eterna con Jesucristo, vencedor del mal y de la muerte.

Bajo esta doble perspectiva nuestra historia personal escribe hermosos capítulos de superación personal, de ánimos recobrados, de nuevos propósitos mientras caminamos en esta vida sorteando toda clase de obstáculos.

El corazón apunta siempre hacia el cielo, donde reside la promesa de nuestra fe y esperanza, mientras los pies tocan un suelo cambiante, incierto y abierto al riego de nuestro sudor.

¡Qué hermoso es poder resurgir de las propias cenizas! La gracia de Dios nos da la vida y el gozo para llegar a la bienaventurada plenitud.

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