Autor: Álvaro Correa
El mito del ave fénix fue
asimilado por la mayoría de las culturas antiguas. Sorprende incluso que, según
la mitología, haya encontrado un lugar en el Edén primigenio, siendo el único
ser que supuestamente no probó la fruta del bien y del mal.
Fue premiada con el don de
la inmortalidad al haber observado el precepto divino. Se trata de un ave única
que posee una fuerza increíble, el don de la sabiduría atesorada en los
jardines del Edén y cuyas lágrimas son curativas.
Esta ave mitológica asumió
diversos nombres en las culturas antiguas: la china (el Fêng-Huang), la
japonesa (el Ho-oo), la rusa (el Pájaro de Fuego), la egipcia (el Benu), la
hindú (el Garuda), los indios de norteamérica (el Yel), y los aztecas, mayas y toltecas
(el Quetzal).
Según el poeta latino
Ovidio, “cuando el Fénix ve llegar su final, construye un nido especial con
ramas de roble y lo rellena con canela, nardos y mirra, en lo alto de una
palmera. Allí se sitúa y, entonando la más sublime de sus melodías, expira. A
los tres días, de sus propias cenizas, surge un nuevo Fénix y, cuando es lo
suficientemente fuerte, lleva el nido a Heliópolis, en Egipto, y lo deposita en
el Templo del Sol”.
Sin duda que, aunque se
nos escapen de las manos los pormenores del relato mitológico, sin embargo sí
hemos acogido la feliz moraleja de la necesidad que tiene el hombre de resurgir
de sus propias cenizas.
En términos inmediatos se
trataría de levantarse de los propios errores o fracasos y de las adversidades
o zancadillas ajenas. En término último, aferrando la esperanza cristiana, nos
referimos al resurgir a la vida eterna con Jesucristo, vencedor del mal y de la
muerte.
Bajo esta doble
perspectiva nuestra historia personal escribe hermosos capítulos de superación
personal, de ánimos recobrados, de nuevos propósitos mientras caminamos en esta
vida sorteando toda clase de obstáculos.
El corazón apunta siempre
hacia el cielo, donde reside la promesa de nuestra fe y esperanza, mientras los
pies tocan un suelo cambiante, incierto y abierto al riego de nuestro sudor.
¡Qué hermoso es poder
resurgir de las propias cenizas! La gracia de Dios nos da la vida y el gozo
para llegar a la bienaventurada plenitud.
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