Autor: Fernando Pascual
Hace algunos años, un
especialista en genética expresaba sus temores ante ideas muy difundidas en la
comunidad científica. ¿Cuáles son estas ideas?
La primera: Dios no
existe. ¿Un ejemplo de esta actitud? El profesor Edwards es el padre de la
primera niña nacida gracias a la fecundación in vitro (FIVET). Cuando se le
preguntó si no había considerado las implicaciones éticas de su trabajo,
especialmente por los muchos embriones que mueren en el camino, contestó
sencillamente: “Soy un agnóstico”. Parecería que el vivir sin “escrúpulos” de
conciencia fuese una condición para poder hacer todo lo que sea científicamente
posible. En el fondo, se trata de vivir como si Dios no existiese... Y entonces,
como dijo un escritor hace ya muchos años, todo está permitido...
La segunda idea: el
hombre es un animal como todos los demás. Tal idea se encuentra, en parte,
escondida en las propuestas de Charles Darwin. Uno de los autores que promovió
la teoría de la evolución, el escocés Russell Wallace (1823-1913), estaba
convencido de la importancia de la selección natural, y no dudó en afirmar, por
ejemplo, que el hecho de que un pueblo o raza extermine a otra era,
simplemente, “otro nombre de la selección natural”. Si los hombres son iguales
a los animales, tal idea no es descabellada, pues la ley de la selva consiste
en perseguir la propia supervivencia a costa de la eliminación de los
competidores... Sería bueno estudiar si detrás de la defensa de los derechos de
los monos más “superiores” (¿hay superiores e inferiores en el reino animal?)
lo que se busca no es elevar al mono al nivel humano, sino rebajar al hombre al
nivel puramente animal...
La tercera idea: el
bien y el mal cambian con el tiempo. O, en otras palabras, no hay valores
absolutos. Y es que un valor absoluto puede impedir un descubrimiento científico,
según algunos... Si yo digo, por ejemplo, que el hombre nunca puede ser usado
involuntariamente en un experimento, puedo encontrarme con la sorpresa de que
no aparezca ningún voluntario para poner en práctica un experimento
imprescindible para el progreso de la ciencia. ¿Habría que detener entonces la
investigación científica? Por desgracia, existe la tentación de buscar
“voluntarios” forzados (lo cual es como hablar de la blanca oscuridad), o,
simplemente, proyectar, como se pide en algunos países de Europa, que los
embriones congelados sean usados para la experimentación. Desde
luego, después serán tirados a la basura, pues muchos científicos no querrán
que nazcan niños con los daños que podrían ser consecuencia de los experimentos
realizados...
La cuarta y última
idea, muy relacionada con la anterior: la medicina y la investigación no tienen
límites, y pueden acometer cualquier cosa técnicamente posible. Si no hay
valores, si no hay dignidad de la persona, si el hombre es un animal como los
demás, si no hay Dios ante quien escribir nuestras vidas, lo que uno pueda
hacer, lo hará. Aunque se trate de dañar a quien no puede defenderse, o
experimentar con quien no tiene voz, o usar a quien no sabe lo que otros hacen
sobre su cuerpo.
Seguramente este análisis
no refleje toda la realidad, pues existen personas muy distintas en el complejo
mundo de la investigación científica. Lo que sí es verdad es que sin Dios, sin
respeto al hombre y su dignidad, sin valores y sin sanos principios, ni la
ciencia, ni la política, ni la economía, cumplirán sus fines más profundos:
servir a todos los hombres, especialmente a los más débiles, más pobres, más
necesitados.
Por eso, hay que
volver a los valores. Un experto en física atómica, Joseph Rotblat, premio
nobel de la paz 1995, presentó poco tiempo antes de morir el proyecto de un
nuevo “juramento de Hipócrates”. Con su propuesta Rotblat quiso ofrecer algo
parecido a una nueva tabla de principios para que la medicina y la investigación
no se pierdan en la técnica, y para que el enfermo o el sano, el rico o el
pobre, el niño no nacido o el anciano de más de 80 años, no queden sepultados
bajo el saber y el poder de los científicos.
Sólo con una nueva
alianza para defender los valores podremos evitar crímenes como los que, en el
pasado, se han hecho en nombre de la ciencia, la política o la raza. Sólo con una
ciencia que se abra a la posibilidad de Dios, que respete la dignidad y el
misterio del hombre, que reconozca la existencia de valores absolutos y que se
ponga límites éticos, podremos mejorar realmente la vida de todos.
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