Autor: Fernando Pascual
Hay quienes han nacido para discutir. Con todos y de todo: del tiempo que hace y que hará, de la política, de la moda, del hambre en el mundo, de la deuda externa, de dietas para adelgazar, de religión, de marcas de coche, de la vida y de la muerte, del infinito y de la nada, de la filosofía, de la teología, del fútbol e, incluso, también de los chismes de los famosos.
Hay discusión cuando dos personas tienen distintos puntos de vista sobre un tema. Normalmente una de ellas estará más cerca de la verdad que la otra, aunque es posible que los dos tengan algo de verdad y algo de error.
Muchas discusiones suelen ser acaloradas. Sobre todo si uno piensa que sabe más que el otro, si pone todo su esfuerzo para convencerlo. Pero también la ignorancia es atrevida: hay personas que hablan de cosas que no conocen bien con una convicción de hierro, movidos por el deseo de discutir, de llevar la contraria, de poner en dificultades al “adversario”.
También entre los cristianos hay discusiones. Sobre los temas comunes, lo que pasa todos los días, y sobre las verdades más profundas. Un dogma, un documento del Papa, la carta pastoral del obispo, la homilía del párroco, el modo de organizar la catequesis el próximo año, las flores que vendrían bien para la fiesta de la Virgen.
Existe la posibilidad de discutir serenamente, con educación, respeto, cordialidad. Cada uno expone su punto de vista con ecuanimidad, busca comprender las razones del otro, reconoce los propios puntos débiles y puntos fuertes. Las intervenciones se suceden en el máximo respeto de las personas. Los dialogantes no buscan imponer su punto de vista, sino avanzar hacia la verdad. Una verdad, ciertamente, que a veces posee uno y no el otro, pero ello no significa vivir la discusión con el deseo de derrotar o avasallar a quien está equivocado.
En cambio, es triste ver una discusión en la que se pasa en seguida al insulto, al desprestigio del contrincante, a los trucos, al quitarse la palabra el uno al otro, a la bajeza del engaño.
Aunque uno tenga la razón, aunque uno quiera corregir al errante, nunca se deben usar métodos ni maneras que signifiquen desprecio hacia el otro. Como se dice por ahí, algunos que tienen la razón “la pierden” por su poco autocontrol y por sus maneras bruscas de discutir y de recurrir a trampas para imponerse sobre otros. La posesión de la verdad (la mayor cercanía a la misma) no es un pasaporte que permita el desprecio de nadie, ni un permiso para monopolizar todo el tiempo de diálogo sin dejar espacio a la escucha de los demás.
Saber discutir bien, en el respeto de los otros, en un clima de serenidad y de paz, es un arte. Hay que saber cultivarlo, hay que esforzarse por aprender cada día las mejores maneras para evitar enfrentamientos, para acoger a quienes piensan de un modo distinto, para abrirse a la verdad, especialmente si uno descubre que puede estar equivocado, o si los dos, después de mucho dialogar, reconocen que no tienen ideas claras y deben investigar más a fondo un argumento.
El Catecismo nos explica que una de las obras de misericordia consiste en “enseñar al que no sabe”, en instruir a los otros (cf. Catecismo de la Iglesia católica n. 2447). Hacerlo bien, con afecto, con cariño, a través de discusiones y diálogos bien llevados, es un arte que puede beneficiar a todos. Porque, al final, una buena discusión nos permite seguir siendo amigos, incluso a veces nos lleva a crecer en la amistad. Y porque así nos ayudamos en ese camino que avanza hacia la meta más hermosa al que estamos invitados todos los seres humanos: el encuentro con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida.
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