Autor: Fernando Pascual
¿Existe algún hilo que
muestre la conexión entre aborto e infanticidio? La pregunta surge ante casos
en los que se eliminan a fetos tan desarrollados que podrían sobrevivir, por
ejemplo, a través de un parto cesáreo y con los tratamientos adecuados.
Pero la pregunta quiere ir
más a fondo: ¿existe una diferencia ética entre la eliminación de un embrión,
la de un feto y la de un niño recién nacido o de pocos días de vida?
Hay quienes piensan que sí.
Para llegar a tal afirmación, constatan las diferencias que se dan en las
distintas etapas de desarrollo del ser humano.
Un embrión humano se
encuentra en una etapa inicial, con un desarrollo insuficiente. Es incapaz de
crecer fuera del útero materno hasta una edad equivalente a la de quien nace
por parto, al menos tal y como hoy funciona la medicina en la actualidad.
El feto está, ciertamente,
más desarrollado, pero depende en mucho del cuerpo materno. Hoy día, a partir
de un número determinado de semanas, es posible mantenerlo en vida en
incubadoras y cuidarlo, por lo que su existencia parecería más “interesante”
que la del embrión.
El niño recién nacido goza de
un status social bastante claro: es visible, se mueve, se alimenta por sí mismo.
Pero existen pueblos del pasado, y algunas teorías del presente, que quieren
considerarlo como un asunto “privado”, como un “algo” sobre el que los padres
pueden decidir si vive o si “muere” (si es asesinado).
No pensemos que la anterior
idea sea algo recóndito, defendido por personas extrañas. La hacen suya, por
ejemplo, dos entre los grandes bioeticistas del mundo anglosajón, el
australiano Peter Singer y el estadounidense Hugo Tristram Engelhardt, si bien
desde presupuestos diferentes.
Volvamos a la pregunta
inicial, ¿hay algo que une de algún modo la defensa del aborto y la defensa del
infanticidio? Singer y Engelhardt nos dicen que sí: el hecho de que la vida del
nuevo ser humano estaría (según ellos) completamente supeditada a lo que
decidan sus padres, o simplemente su madre.
Sobre este punto, Engelhardt
tiene un pensamiento que a muchos resulta escandaloso: cada hijo merecería sólo
el respeto y tratamiento que decidan sus padres, y podría ser visto, en ese
sentido, como una especie de “propiedad privada”. El Estado no debería
intervenir en un asunto que dependería, según Engelhardt, exclusivamente de las
convicciones de los “propietarios” del hijo.
De un modo semejante, Singer
admite que la biología no reconoce un salto relevante entre la constitución
física de un feto de 8 meses y la de un bebé recién nacido. Si hay lugares,
como por ejemplo en los Estados Unidos de América, donde se permite la
eliminación de fetos muy desarrollados, no tendría sentido escandalizarse si el
eliminado es un hijo que acaba de nacer y que tiene todavía muchas carencias
constitucionales.
Singer, Engelhardt y quienes
se acercan de algún modo a este tipo de propuestas, reconocen algo que muchos
no quieren ver: la mentalidad que permite el aborto tiende, de modos más o
menos radicales, a aceptar como una opción entre otras la eliminación de los
hijos ya nacidos.
¿De qué mentalidad se trata?
Como vimos, de la que reduce el valor de los hijos a lo que determinen sus
padres. Esto vale tanto para el embrión de pocos días como para el feto o para
el hijo muy pequeño: sus existencias quedan supeditadas a los proyectos de los
adultos “encargados” de velar por sus vidas.
Si según los proyectos de los
padres el hijo tiene algún valor, pueden acogerlo e incluso pedir ayudas concretas
para que el embarazo se desarrolle de modo adecuado y para que tras el parto
haya una buena asistencia sanitaria. En cambio, si tales proyectos consideran
al hijo como no deseable, sus padres cuentan en muchos lugares con el “derecho”
a decidir su destrucción a través del aborto “legal” en los primeros meses.
Desde ese supuesto “derecho”
al aborto es fácil dar el paso hacia el infanticidio, porque no se ha
reconocido ni aceptado al hijo por su dignidad intrínseca, que está por encima
de los deseos y planes de sus mismos padres.
Decir lo anterior supone ser
capaces de elaborar una reflexión antropológica sobre la dignidad humana en
todas las etapas de la vida de cada individuo. Si se niega tal dignidad en las
etapas iniciales (o en las finales, como algunos pretenden respecto de los
enfermos que se encuentran en el así llamado estado vegetativo persistente), se
corre el riesgo de negarla también en otras etapas, pues la dignidad existiría
en tanto en cuanto alguien la reconoce, y dejaría de existir si falta tal
reconocimiento.
Para concluir, ¿existe un
hilo que relaciona entre sí el aborto y el infanticidio? Sí: el de aquellas
mentalidades que niegan una dignidad intrínseca a algunos seres humanos y sólo
la reconocen a otros según ciertas condiciones más o menos convencionales.
Si el infanticidio del propio
hijo es visto por muchos como un acto criminal y un delito sumamente grave, se
hace necesario ir a fondo y reconocer que no es menos grave la eliminación de
los hijos antes de nacer.
El aborto es, por lo tanto,
la raíz que prepara y que nutre la mentalidad a favor del infanticidio. La
mejor manera de evitar ambas injusticias radica en reconocer y defender con
firmeza la dignidad de cada ser humano desde ese momento inicial de su vida,
tras la fecundación de un óvulo por parte de un espermatozoide, hasta que llega
la hora de su muerte natural.
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