Autor: Fernando Pascual
La búsqueda sincera de la
justicia lleva al esfuerzo por mejorar las leyes, perseguir a los culpables,
defender a los inocentes, promover los derechos de todos.
Pero los mejores esfuerzos no
siempre llegan a resultados concretos. Por eso, miles, millones de personas,
sufren a causa de injusticias atroces que se prolongan por meses y por años.
Unos viven en situaciones
endémicas de hambre. Otros son golpeados, heridos, asesinados. Hay quienes
asisten en silencio a expropiaciones “legales” que son auténticos delitos de
estado. En cientos de hospitales se practica el crimen del aborto como si fuera
un “servicio” público. Millones de trabajadores son explotados, mal pagados,
humillados o despedidos sin las mínimas garantías laborales.
¿No constatamos, además, cómo
miles, millones de personas, no ven nunca, en su existencia terrena, la llegada
de jueces buenos y de ayudas verdaderas? En aquellas otras situaciones en las
que intervienen policías y jueces y llegan a castigar a los verdaderos
culpables, ¿basta la condena de los asesinos para que unos padres sientan
alivio tras la muerte despiadada de su hijo?
El mundo ha estado y está
ahogado por la
injusticia. Ante tanto dolor, ante las lágrimas y la angustia
de los inocentes, miles y miles de personas luchan casi heroicamente para
perseguir a los culpables, para rescatar a las víctimas, para compensar, en la
medida de lo posible, los daños. Pero la “realidad” se impone: es casi
imposible lograr la justicia para todos.
Para empeorar las cosas, el
mal también está presente entre los magistrados, los policías, los políticos.
No podemos olvidar que hay parlamentos que aprueban leyes que pisotean en sus
derechos a miles de trabajadores, que perpetuan situaciones de miseria, que
permiten el asesinato de los hijos antes de su nacimiento. No podemos cerrar
los ojos ante la corrupción, real, de jueces o de policías que actúan duramente
contra unos (a veces incluso contra inocentes) mientras hacen la vista gorda o
llegan a colaborar con grupos más o menos poderosos de delincuentes.
En nuestro planeta azul y
confuso, millones de seres humanos han vivido y viven aplastados por
situaciones intolerables de injusticia. Muchos de ellos, quizá la mayoría,
murieron y mueren sin haber sido atendidos, en el tiempo terreno, en sus
derechos, en sus necesidades, en sus heridas, en sus lágrimas.
Alguno dirá que, el día del
mañana, la historia les “hará justicia”. Pero no sirve para nada, a quien ahora
muere de hambre, saber (si es que llega a pensarlo) que dentro de unos años
habrá historiadores que lo ensalzarán en sus libros mientras condenarán a los
culpables (que, por cierto, muchas veces mueren “tranquilos” en medio de sus
riquezas y sus placeres).
La idea de justicia exige
que, de algún modo, los buenos sean rescatados y reconocidos, sean atendidos en
sus deseos sanos, y que los malos sean castigados y corregidos en la medida de
sus perversiones y miserias.
Si en el mundo no se llega en
tantos millones de casos a restablecer la justicia, algo nos dice que tiene que
existir, tras la muerte, un Ser bueno, justo, incorruptible, capaz de reconocer
los méritos de unos y de castigar las maldades de otros.
Sin Dios, la idea de justicia
queda truncada e incompleta. No podemos suponer que el mundo estuvo tan mal
hecho que permitió a unos gozar a costa de los pobres mientras que otros eran
pisoteados y humillados en sus derechos más elementales.
Benedicto XVI afrontaba esta
temática en la encíclica “Spe salvi” (n. 43): “Dios sabe crear la justicia de
un modo que nosotros no somos capaces de concebir y que, sin embargo, podemos
intuir en la fe. Sí,
existe la resurrección de la
carne. Existe una justicia. Existe la «revocación» del
sufrimiento pasado, la reparación que restablece el derecho. Por eso la fe en
el Juicio final es ante todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya
necesidad se ha hecho evidente precisamente en las convulsiones de los últimos
siglos. Estoy convencido de que la cuestión de la justicia es el argumento esencial
o, en todo caso, el argumento más fuerte en favor de la fe en la vida eterna”.
Sí: la idea de justicia nos
lleva a elevar los ojos hacia Dios y a esperar en una vida eterna que “arregle”
lo que en la Tierra no pudo ser reparado. Sólo si Dios existe es posible dar
sentido pleno a la existencia humana y a los ideales irrenunciables de
justicia.
Es necesario recordarlo, para
corregir ahora, en el tiempo, todo el mal que hayamos podido cometer; y para
esperar, en la otra vida, la llegada de un juicio decisivo, que se basa, sin
sobornos y sin engaños, en lo que haya sido el actuar concreto de cada ser
humano.
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