Autor: Max Silva Abbott
Tal vez una de las cosas más llamativas
respecto del actual Sínodo de la Familia, es que los sectores mayormente
preocupados por el mismo sean ajenos a la propia Iglesia Católica o, estando
formalmente dentro de ella, se encuentren bastante alejados de su doctrina. O
si se prefiere, que los más interesados en que se produzcan reformas en su seno
sean los menos comprometidos con ella.
En efecto, no son pocos los que han
puesto muchas esperanzas en el Sínodo, considerando que podría ser el inicio de
una auténtica revolución dentro de la Iglesia para “adaptarla a los tiempos”.
Sin embargo, lo que menos pareciera importarles es lo que piensa la Iglesia
misma y obviamente, lo que dice su doctrina.
Y este es un punto fundamental, que me
temo, solo puede ser comprendido desde dentro de la misma Iglesia, para lo cual
no basta, obviamente, una pertenencia solo formal a la misma o si bien activa,
hecha a regañadientes.
El punto fundamental al que aludimos y
que solo puede verse desde la perspectiva de la fe, es que la doctrina católica
no es algo inventado por los hombres, sino revelado por Dios mismo en la
persona de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Pero se insiste, esto
solo puede ser entendido a partir de la fe, y en consecuencia, desde dentro –y
bien dentro– de la propia Iglesia. Por tanto, dicha doctrina no puede ser
cambiada, sencillamente porque nadie es su dueño, razón por la cual se
encuentra en depósito.
De ahí que ella no dependa de los
tiempos, de las modas, de las apetencias o de las culturas, aunque habrá que
ver en cada momento cómo hacerla entendible y atractiva para los hombres y
mujeres de carne y hueso de cada época y lugar.
Ahora bien, resulta obvio que no se
puede forzar a nadie a este respecto; por eso la fe es concebida aquí como la
creencia libremente asumida en alguien vivo, con quien se adquiere y profundiza
una relación personal e íntima, que va literalmente, transformando al sujeto.
Pero es el fiel quien debe amoldarse a esa doctrina, emanada de Dios mismo y no
lo contrario, pues quien lo juzgará de cara a la vida eterna a fin de cuentas
será Dios, no los hombres.
Por eso, si alguien no está de acuerdo
con lo anterior, nadie lo fuerza a abrazar ese ideal y puede, libremente,
adscribirse a otra religión, fundar una propia o no ejercer ninguna. Lo que no
parece lógico, ni justo, ni tampoco tolerante, es que personas que no comparten
dicha fe e incluso están contra ella, o aquellas que teniéndola quieran
convertirla en un traje a la medida, pretendan en el fondo, destruir este
aspecto fundamental del catolicismo que se insiste, nadie los obliga a
compartir.
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