Autor:
Fernando Pascual
Las
líneas paralelas no se tocan. Van hacia adelante y hacia atrás sin encontrarse
nunca. Se “miran” mutuamente, a distancia, con recelo, como si no tuviesen nada
que ver entre sí.
Algunos
piensan que negocios y ética, que economía y valores, son líneas paralelas.
Quizá están cerca, quizá se conocen mutuamente. Pero no se tocan: nunca llegan
a establecer puentes y relaciones de diálogo y de colaboración.
Pensar
así supone creer que los negocios coinciden con el mundo de la maldad y del
“todo se puede mientras no te cojan”. Es pensar que la economía está lejos de
la ética, lejos de los principios morales, lejos de los mandamientos, lejos de
la justicia, lejos de la solidaridad, lejos, sobre todo, del amor. No podemos
olvidar que la plenitud de la ética es el amor, y donde no hay ética no puede
haber amor.
La
verdadera ética, por su parte, mira a los negocios, quiere entrar en el mundo
de la competición, de la lucha por el triunfo, de las leyes del mercado. Quiere
dar a ese mundo difícil y complejo un sentido, una riqueza mucho más profunda.
Quiere, en otras palabras, que las líneas se encuentren, que la economía sea
más buena. Quiere que los empresarios, los sindicatos, los grupos bancarios,
los expertos de las finanzas, no olviden que son hombres que viven para servir
a otros hombres, que tienen deberes y obligaciones muy importantes para el
bienestar de muchos.
La
verdadera ética repite que sólo vale la pena el beneficio si es justo y
promueve la justicia.
Que el mercado crece auténticamente sólo si no desprecia a
nadie, si no realiza trampas que humillan a los perdedores y a los vencedores,
si promueve el bien común, si busca la solidaridad entre las familias, los
grupos, los pueblos y naciones.
El
mundo de la empresa necesita, urgentemente, una oxigenación de ética. No
podemos limitarnos a valorar el éxito económico sólo según los beneficios que
se obtienen.
Lo
decía de modo claro y decidido el Papa Juan Pablo II: “Es posible que los
balances económicos sean correctos y que al mismo tiempo los hombres, que
constituyen el patrimonio más valioso de la empresa, sean humillados y
ofendidos en su dignidad. Además de ser moralmente inadmisible, esto no puede
menos que tener reflejos negativos para el futuro, hasta para la eficiencia
económica de la empresa.
En efecto, finalidad de la empresa no es simplemente la
producción de beneficios, sino más bien la existencia misma de la empresa como
comunidad de hombres que, de diversas maneras, buscan la satisfacción de sus
necesidades fundamentales y constituyen un grupo particular al servicio de la
sociedad entera. Los beneficios son un elemento regulador de la vida de la
empresa, pero no el único; junto con ellos hay que considerar otros factores humanos
y morales que, a largo plazo, son por lo menos igualmente esenciales para la
vida de la empresa” (Juan Pablo II, carta encíclica “Centesimus annus”,
n. 35).
Un
poco antes, en la misma encíclica, Juan Pablo II recordaba la centralidad del
hombre en la vida económica: “Por encima de la lógica de los intercambios a
base de los parámetros y de sus formas justas, existe algo que es debido al
hombre porque es hombre, en virtud de su eminente dignidad. Este algo debido
conlleva inseparablemente la posibilidad de sobrevivir y de participar
activamente en el bien común de la humanidad” (“Centesimus annus”, n.
34).
Ventilar
el mundo de la economía con el aire fresco de la ética nos permitirá
humanizarla, vivirla de modo más rico y más pleno. Como ya lo hacen algunos
empresarios y obreros que quieren un mundo mejor y más justo. Como lo necesitan
hacer tantos otros que han olvidado que el fin de toda la economía es “el bien
común de la humanidad”.
Es
posible, es urgente, que negocios y ética se encuentren. No son líneas
paralelas. La economía necesita, especialmente en el mundo globalizado, una
ética basada en la justicia y la dignidad del hombre. Quizá entonces, es
cierto, alguno pierda competividad; pero ganará bienes mucho más valiosos que
el dinero, al promover un mundo más solidario y más feliz.
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