Autor: Fernando Pascual
Una famosa poesía castellana nos “recordaba”
que “olvidar es lo mejor”. Conviene, de vez en cuando, no olvidarlo todo,
porque pueden ocurrir cosas un poco especiales...
Hace unos años, un japonés de 28 años
sufrió un olvido bastante grave. Perdió su trabajo porque un día, en la calle,
no sabía ni a dónde iba, ni a quién tenía que visitar, ni qué cosa iba a
vender. Un profesor de neurobiología de Japón, Toshiyuki Sawaguchi, afirmó sin
mucha diplomacia que los jóvenes se están haciendo cada vez más estúpidos...
¿Cuál es el motivo de este
debilitamiento de la memoria? Los estudiosos del fenómeno en Japón, un país
donde la informática domina en la vida de muchas personas, acusan precisamente
a las computadoras. El hecho es que hoy pensamos que no hace falta memorizar
nada. Basta con escribir en una computadora portátil o en un móvil lo que hay
que hacer, a quién llamar, un número de teléfono o una dirección. Y esto va
debilitando el mecanismo cerebral de la memoria: ya no hace falta esforzarse
como antes para aprender. Por falta de uso, los sistemas neuronales se
debilitan, y quizá algún día no sepamos si es hora de desayuno, de comida o de
cena...
Estamos muy lejos de aquellos tiempos en
los que había estudiantes que hacían competiciones para memorizar páginas
enteras de las guías telefónicas, o que llegaban a exámenes extenuantes después
de haber aprendido listas interminables de reyes o de presidentes. Ahora basta
con apretar tres botones, y todos los datos están allí, incluso con fotografías
o con imágenes de los personajes que nos interesan.
Hay otros casos de pérdida de la memoria
que pueden ser de cierta gravedad, aunque no perdamos el trabajo como nuestro
joven japonés. Por ejemplo, cuando olvidamos el cariño que otros nos han dado,
especialmente nuestros padres, abuelos, educadores, amigos. O cuando olvidamos
que también nosotros vivimos en un mundo de relaciones y que muchos esperan
nuestra fidelidad, nuestro trabajo, nuestro amor. O cuando olvidamos nuestros
errores, y volvemos a tropezar sobre la misma piedra. O cuando se nos va la
lengua para criticar a otros, y eso que aún no se ha cerrado la herida que nos
produjo el que alguien, quizá un presunto amigo, nos apuñalase con su ironía a
nuestras espaldas. O cuando, simplemente, gozamos de salud y nos sentimos
capaces de conquistar la luna, mientras hace apenas unas semanas estábamos en
cama, con 40 de fiebre y temiendo un final imprevisto y desgraciado.
Puede ser que nos encontremos en la vida
como ese japonés de 28 años: sin saber hacia dónde nos encaminamos, a quién
vamos a ver y qué queremos llevarle. En casos como estos, quizá no perdamos el
trabajo, pero podemos perder la confianza de los que están a nuestro lado, para
quienes somos casi todo, y que, en el fondo, también son casi todo para
nosotros. Lo más triste sería que llegásemos a olvidarnos de Dios, como si
fuese una nube que algún día se asomó a nuestros corazones, tal vez en el
momento de la primera comunión, y que luego se difuminó cuando empezaron a
verse en el horizonte aventuras en las que no había espacio para Él, como si no
tuviese nada que ver con nosotros...
Es necesario, por lo tanto, cultivar la
propia memoria, retener lo que vale de verdad, grabar a fuego y piedra, en
nuestros corazones, el amor que recibimos y los ojos que nos miran para
mendigar esperanza y consuelo. En estos casos, “recordar es lo mejor”. No lo
olvidemos...
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