Autor: Álvaro Correa
Alguna vez habremos oído la sentencia de
que “la indiferencia mata”. Ojalá que sólo la hayamos escuchado, sin haberla sentido
arder en la propia piel.
Es posible que a esta indiferencia,
entendida como insensibilidad o aislamiento de los demás, se haya referido
Albert Einstein al expresar que “la vida es muy peligrosa. No por las personas
que hacen el mal, sino por las que se sientan a ver lo que pasa”.
Y es que somos miembros de la grande
familia humana, en la que cada uno vale por sí mismo como don irrepetible,
único y precioso.
El sólo hecho de crear un vacío entre
nosotros, de nutrir indiferencia por la situación de mi prójimo, es ciertamente
“peligroso”, porque negamos a nuestro corazón el amar sin medida. Nos
provocamos un infarto espiritual en el que nosotros somos los primeros
afectados, pero también dañamos a los demás porque los privamos del bien que
les debemos.
Las personas indiferentes son
“peligrosas” para sí mismas porque pierden la fuerza de las motivaciones y de
las creencias; son “peligrosas” para las demás, porque omiten el bien que deben
hacer.
Recordemos esto cada vez que rezamos el
acto de contrición al inicio de cada Santa Misa, cuando expresamos
arrepentimiento por nuestros pecados de omisión.
Dios nos ha creado para amar hasta la
donación plena de nuestra vida. La indiferencia u omisión es como privarnos a
nosotros mismos y a los demás de la vida misma.
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