Autor: José Carlos Mata García
(publicado en Reconquista, n. 449, octubre
1988, pp. 39-41)
(Nota del blog: recogemos este trabajo que
narra la muerte de un grupo de oficiales en agosto de 1936, hace 80 años, con
permiso del autor).
Esa media vacación que es la jornada
continuada veraniega, tiene el aliciente de prolongar el permiso anual durante
las horas perezosas de la digestión, haciendo de todas las tardes, tarde de
domingo. Pues bien, una tarde, dominguera y en su inicio, de agosto de este año
de mil novecientos ochenta y ocho, como la somnolencia intentaba abatirme, me
puse a repasar viejos libros con la intención de frenar mi rendición a la
siesta. Hoja a hoja, en un hojeo distraído, mi vista se posó en un apartado
que, al margen y en mayúsculas, me despabiló; decía: “Un consejo de guerra
condena a muerte a la oficialidad del ‘Barcáiztegui’ y del ‘Churruca’”. De cabeza
a cola, en minutos, más que leer lo escrito, devoré y asimilé todo su
contenido; aquellas hojas, con delicioso olor a libro viejo, encerraban toda la
grandeza de once hombres en un intento por sublimarse, al amparo de añejas
virtudes militares, humanas y cristianas, ante la muerte violenta que
ansiosamente reclamaba sus vidas.
No sé si este mundo de hoy, de vientre
satisfecho y de espíritu asfixiado que entre todos hemos alumbrado, tiene
entendederas para comprender a unos hombres que supieron dar sentido, con
heroica sencillez, a una muerte súbita, arrebatadora de sus anhelos de vida.
Hoy, veintiuno de agosto de mil novecientos
ochenta y ocho, mientras releo la última andadura de estos once marinos
españoles -será casualidad, pienso yo- se cumplen cincuenta y dos años de su
muerte por fusilamiento; todos ellos pertenecían a las dotaciones de los
destructores Sánchez Barcáiztegui y Churruca. El día anterior a
este aniversario, un tribunal, a bordo del buque planero Tofiño, había
dictado sus condenas a muerte.
Este relato no trata de arañar en la vieja
herida española de aquella última guerra entre hermanos; pretende resaltar, sin
más, el comportamiento ejemplar de once hombres a la espera, en la Prisión
Provincial de Málaga, del último minuto en la postrera madrugada de sus vidas.
No hay invención ni adorno en estas líneas,
sino resumen, ciertamente desvaído, del patético recuerdo del hombre que vivió
aquella terrible ocasión junto a los marinos sentenciados.
Un sacerdote en la noche
El grupo de condenados, llegado a la Prisión
Provincial al filo de la medianoche, solicitó, para aquella fugaz y larga
pausa, la presencia, en su celda común, de un sacerdote conocido y también
prisionero.
Mejor será que este sacerdote desgrane,
resumida su angustiosa vivencia en atención obligada al espacio de un artículo
sin pretensiones, la intimidad final de los que iban a prepararse para el
instante supremo de su existencia.
Recuerda aquella noche como “noche
maravillosa de paz y confianza, en que no se dejan traslucir ni la flaqueza
física ni el dolor por la vida que se deja, ni la inquietud por la que se
espera”. Su encierro nocturno, de horas, con estos once oficiales españoles, lo
consideró como lo más memorable por él vivido.
En monólogo que pronto se romperá, les hace
ver que son doce los allí reunidos, sin Judas que aceche su traición, y
recuerda que, mientras les hablaba, le miraban “como los once mirarían en el
cenáculo al Maestro después de la salida del traidor”. Les aseguraba que la
sonrisa que afloraba a los labios de todos ellos, era el reflejo de la
tranquilidad, de la paz y de la alegría que les envolvía, lo cual, a uno, le
llevó a preguntar, con la ingenuidad que enciende la muerte cercana: “Padre,
¿no será pecado tanta paz?” Calmó el sacerdote su ansiedad, haciéndole ver que
esa paz era la consecuencia de la prioridad de valores que había dado sentido a
sus vidas: Dios por encima de todo, la Patria como segundo plano de amor y todo
lo demás en giro centrípeto en torno a esos dos fundamentos, eterno uno,
perenne el otro.
Falta noche, falta tiempo y hay que
economizar lo humano en provecho de lo divino; por ello, alguien exhorta a
varios oficiales que escribían sus últimos renglones familiares: “Dejaos de
cartas y sentaos y, en silencio, dejemos que el padre nos hable a todos, sin
pensar más que en preparamos para la muerte”.
El sacerdote les enfrenta a Cristo en su
Evangelio, donde, para la Humanidad doliente de todos los tiempos, dejó aquel “venid
a Mí los que estáis afligidos que Yo os aliviaré”. Esta Palabra divina,
rebotada de unos a otros, rumiada y digerida con amor por todos, les hace
olvidar “las vejaciones pasadas en la prisión flotante, los agravios y ultrajes
del juicio”, y les encara a una muerte que ya no aterra, pues ha sido vencida
por un resurgir de esperanzas nuevas y cercanas que van reduciendo a la nada la
vida mortal que se escapa como cascada enloquecida.
Lo vivido entonces por el sacerdote, jesuita,
y lo escrito ahora por mí se entrelazan, se cruzan pero no se entorpecen; su
relato doliente, alegre y humano, la pluma, torpe en mi mano, lo hace suyo y,
quizás sin vigor y sin estilo, lo resucita del olvido y lo presenta en su
verdad heroica, edificante y ejemplar.
En el hilo de la historia nuevamente alguien,
reseca la garganta, pide agua; un cantarillo de ésta y otro de coñac eran las
delicadezas oficiales para los que, en breve, iban a morir. El comandante del
Sánchez Barcáiztegui, tajante, más que aconsejar, ordena: “Sí, sí, agua nada
más; el coñac no se bebe esta noche. Cuanto más, remojar los labios; así iremos
a la muerte más enteros”.
“Como Jesús en su Pasión -les dice el
jesuita-. A Jesucristo le ofrecieron una bebida como alivio y se contentó con
gustarla nada más”. Allí quedó el coñac de condenados, como anestésico, para
otros más débiles que tuvieran también que enfrentarse, a poco, con la muerte.
Una lenta espera
Un silencio respetuoso es la forma obligada
de expresar, como así lo hizo el sacerdote en su relato, el acto de dolor por
las culpas de toda una vida, de aquellas once vidas, y el perdón de las mismas
por un Dios que ya casi tocan con sus manos. La Eucaristía, imposible por la
ausencia de las especies necesarias, la inventan, la crean, la hacen realidad,
mediante una común unión, íntima y profunda, de todos y cada uno de ellos con
el Cristo que, en silencio, va adueñándose de sus almas, engrandecidas por el
sufrimiento de la agonía, no deseada pero aceptada.
Roto el silencio, el padre les advierte que
esa agonía, Getsemaní ineludible, también la pasó el Hijo de Dios con su
tristeza y su amargura y en capilla estuvo como ellos lo estaban ahora con sus
debilidades y flaquezas.
Fuertes, fortalecidos, da comienzo un diálogo
que, aunque ingenuo y candoroso en apariencia, encierra toda la reciedumbre de
los limpios de corazón; mientras uno se reprocha de sus maldades, otro le
defiende indulgente con un “no ha sido tan malo; una temporada un poco
divertidillo, pero siempre caballero”. Lo que no termina de convencer al
primero que insiste, terco, en su maldad, considerándose en esta escala
negativa de valores, por debajo del Buen Ladrón antes de su “acuérdate de mí...”
Sosiega el sacerdote estas conciencias a flor
de piel, colocando las cosas en su sitio, al poner la entrega de la vida en la
cúspide de las acciones humanas; éste fue, abreviado, su razonamiento: “Morís
tranquilos, después de sacrificar el placer de vivir al cumplimiento del deber.
El fin del hombre no es vivir; hay algo peor que el morir y es el vivir cuando
el deber nos pidió el sacrificio de la vida. Entonces se vive sin derecho a
ella. Saber morir a tiempo, morir bien, es nuestro fin”.
El paso de las horas va encogiendo la noche
llenándola de comentarios, de pausas elocuentes, de pensamientos queridos; hay
quien quiere romper las fotografías de su mujer y de sus hijos, aún en su
poder, pues él, dice, lo hará con el amor que otras manos no pondrán al
destruirlas. Otro teme desfallecer, desvaneciéndose en el último momento, pero “no
te desvanecerás -le dice el padre-, y aunque así fuese, esa flaqueza física no
significa menos virtud ni menos valor”.
Preparados para morir
A las cuatro de la mañana, el juez militar de
la causa entra, emocionado, en la celda y les pregunta si desean testar.
Todavía hay espacio para la broma al responder “que no tienen una gorda que
dejar en herencia”, pero piden “sepultura cristiana, ya que morimos como
católicos”.
El diálogo continúa y las preguntas rotundas
sobrecogen al sacerdote: “¿Qué palabra quiere usted que pronunciemos en el
momento de morir?” Les anima a que decida cada uno según su propio criterio. No
aceptan y la solución que da aquel cura asediado es: Jesús. Esa será la última
palabra, once veces repetida, del grupo de condenados.
Todavía hay más: “Padre -le dice el
comandante del Barcáiztegui- y ¿en qué postura nos colocamos para morir?”
“Son ustedes terribles; me están haciendo
valiente. Créanme que me iba tranquilo con ustedes”.
Para estos hombres que rezuman gallardía, sin
soberbia, la respuesta se la proporciona el padre cumplidamente: “La mejor
postura y la más cómoda y la más apropiada a militares es la de FIRMES, para
que al inclinarse vuestros cuerpos y caer a tierra sea vuestra adoración al
Dios que viene por vosotros”.
La estridencia de un despertador anuncia, a
las cinco y media, un retraso de treinta minutos de la hora señalada para la
ejecución. “¡Qué informales son -comenta el comandante del Churruca-; ya nos
llevan robada media hora de cielo”.
Ultima absolución, el cerrojo chirría, la
puerta se abre y un “vamos, por Dios y por la Patria”, dicho por no importa
cuál de ellos, les encamina con paso firme al paredón.
De tres en tres, y emparejados los últimos,
caen acribillados aquellos once hombres mientras alguien comenta en la prisión:
“¿Ha visto usted, padre? ¡Caballeros hasta la muerte!”.
Todo termina con un recibo de entrega: “Cementerio
de San Rafael. Consejería. He recibido del señor Juez de la Flota Republicana
once cadáveres de..., fusilados en la prisión y traídos en camioneta”.
Así murieron, heroicos y sin jactancia, estos
once marinos españoles en la madrugada de un veintiuno de agosto, hace
cincuenta y dos años exactamente. Descansan en paz.
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