Autor: Álvaro Correa
Contemplar la silueta solemne de una
catedral, rematada por sus torres y pináculos, es un deleite. El alma se
emociona y encoge al entrar en su interior a través de las puertas abocinadas.
El rosetón y las vidrieras tamizan la
luz que ilumina las naves destacando el armónico tejido de sus nervios en las
bóvedas de crucería.
Todo es elevación y luminosidad en ese
juego arquitectónico que recoge el anhelo de ascender hasta Dios.
En este contexto resuena muy bien la
siguiente expresión de Chesterton: “Cristo profetizó el arte gótico, cuando
dijo: «Os digo que, si éstos callan, gritarán las piedras»”.
En efecto, las catedrales góticas están
construidas con piedras que hablan y que cantan las maravillas del espíritu,
propiciando el recogimiento para la oración.
Las catedrales suelen ser un orgullo
para las ciudades pero, sobre todo, un testigo fiel de la fuerza de la fe, pues
es la casa de los fieles de generación en generación.
Es como un cofre de santidad que va
pasando de padres a hijos como invitación y compromiso para conservar el don de
la filiación divina recibida en el santo Bautismo.
Alguien dijo que “la fe mueve montanas y
también levanta catedrales”. Su buena razón lleva.
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