Autor: Eugenio Martín
En la ciudad de Morelia, México, hay una
estatua del Sr. Enrique Ramírez montando en bicicleta. Parece que le gustaba
repetir la famosa frase atribuida a Albert Einstein de que la vida es como
andar en bicicleta. Hay que atreverse a subirse en ella, nunca dejar de
pedalear mirando hacia delante y, gracias a ello, mantener el equilibrio. Creo
que para avanzar en muchos caminos hoy en día se ha vuelto más esencial y
complicado eso de mantener los equilibrios.
Desde el momento en que el ser humano
pasó de una actitud de mera observación del universo a la de su posible
transformación, derivó en una relación ambivalente con el mundo que le rodea.
En efecto, gracias a la desacralización de la naturaleza y a la introducción de
la matemática, se dio en la edad media el nacimiento de la ciencia moderna. La
experimentación, medible y repetible, favoreció el desarrollo de las ciencias y
de la técnica para mejorar las condiciones de vida del hombre sobre la tierra.
Pero surgió un problema aún mayor: ¿qué uso hacemos de estas ciencias y
técnicas? ¿De verdad todo avance en las mismas se puede considerar progreso humano?
¿existe algún criterio que nos ayude a delimitar cuándo el progreso corre el
riesgo de volverse contra el mismo hombre?
Para muchos, mientras tengamos el dinero
y la posibilidad de hacer avanzar a la ciencia, no importa si las consecuencias
pasan por un Hiroshima de 1945, un Chernobil de 1986 o un Fukushima de 2011.
Estos “pequeños errores” son el tributo que habría que pagar al mito del
progreso y al ídolo de la ciencia bajo su advocación de la física nuclear o de
cualquier otra aparición.
Durante la II Guerra Mundial se lograron
también notables avances médicos gracias a la experimentación que Hitler y los
nazis realizaron en seres humanos que consideraban desechables e inferiores.
Para ellos eran simple “material biológico” subordinado al nacimiento del
superhombre, que por supuesto identificaban con la raza aria. Y cuando una
ideología busca justificar sus motivaciones desde el éxito del progreso,
encuentra las palabras justas para formular sus leyes.
Así se lo recordó el Papa Benedicto XVI
a los miembros del Parlamento Federal de Alemania, el 22 de septiembre del
2011: ”El éxito puede ser también una seducción y, de esta forma, abre la
puerta a desvirtuar el derecho, a la destrucción de la justicia. “Quita el
derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de bandidos?”,
dijo en cierta ocasión San Agustín. Nosotros, los alemanes, sabemos por
experiencia que estas palabras no son una mera quimera. Hemos experimentado
cómo el poder se separó del derecho, se enfrentó contra él; cómo se pisoteó el
derecho, de manera que el Estado se convirtió en el instrumento para la
destrucción del derecho; se transformó en una cuadrilla de bandidos muy bien
organizada, que podía amenazar el mundo entero y llevarlo hasta el borde del
abismo.”
Con razón decía Cicerón en su libro “De
legibus” que “si los derechos se fundaran en la voluntad de los pueblos, en las
decisiones de los príncipes y en las sentencias de los jueces, sería jurídico
el robo, jurídico el adulterio, jurídica la suplantación de testamentos,
siempre que tuvieran a su favor los votos,
o los plácemes de una masa popular”. Y es que, “para distinguir la ley
buena de la mala, no tenemos más norma que la naturaleza”, con la que se
discierne lo justo de lo injusto. “Pensar que esto depende de la opinión de
cada uno y no de la naturaleza, es cosa de locos”.
A nuestra mentalidad consumista le
resulta muy cómodo pensar que no existen límites en los bienes que podemos
usar. Incluso, en un arranque de locura como el de Sísifo, nos creemos con el
derecho de disponer arbitrariamente de nuestra vida y de todos los recursos
naturales a nuestro alcance. No sólo hemos originado un nuevo mundo de basura y
de deshechos, sino que la explotación salvaje del ambiente está trastocando los
ciclos naturales de nuestra casa común. La naturaleza tiene sus leyes y el
problema ecológico nace cuando nos rebelamos y abusamos de ella; cuando, como
cualquier organismo vivo, trata de recomponerse pero ya no alcanza a
restablecer sus equilibrios.
También el hombre posee una naturaleza
que él debe respetar y no puede manipular a su antojo. Podemos atentar contra
la familia, ese santuario de la vida donde el individuo aprende a ser persona.
Podemos contaminar ese hábitat en que los seres engendrados intentamos alcanzar
el difícil equilibro de ser humanos. Podemos pretender engañar a la naturaleza,
como Sísifo lo intentó con los dioses del Olimpo, pero no nos extrañemos si en
ese desafío terminamos cargando con un castigo elegido por nosotros mismos.
Dios perdona siempre, los hombres a veces, pero la naturaleza nunca.
Si te indignan los desastres ecológicos
y los genocidios que las ideologías han causado a lo largo de la historia,
prepárate para una catástrofe mucho mayor. Y todo por olvidar que el hombre no
tiene una libertad absoluta. Es cierto que cada uno construimos nuestro
destino, porque somos espíritu y voluntad, pero también somos naturaleza.
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