Autor: Fernando Pascual
Vivimos en un mundo pluralista. Vestimos de modos diferentes y comemos
según los gustos de cada uno. Discutimos acaloradamente de política o de
fútbol, de cine o de economía, porque no todos pensamos lo mismo. La pregunta
que podemos hacernos es esta: ¿es lícito todo pluralismo? ¿O hay pluralismos
aceptables y otros inaceptables?
El pluralismo es un dato característico de la vida humana. Siempre se
han encontrado y se encontrarán distintos puntos de vista, opiniones opuestas,
banderas diferentes. En la familia, mientras mamá propone comer temprano, papá
dice que es mejor comer más tarde, y cada uno de los niños tiene una opinión
diferente. Luego, lo que se haga al final, es otro cantar... En el trabajo, hay
quienes nunca están de acuerdo con el jefe, quienes siempre se someten como
mansos corderos, y quienes, sin oponerse ni decir nada, hacen luego lo que
quieren. Si miramos a la política, es panorama se hace sumamente complejo.
Uno puede preguntar si el pluralismo sea un valor o un defecto. En las
matemáticas, por ejemplo, hay muy poco pluralismo. Dos y dos son cuatro, y casi
nadie discute esto. Por eso se habla de las matemáticas como “ciencia exacta”.
En medicina, las discusiones y diferencias entre los médicos son más notables.
Ante mi dolor de cabeza, un médico me dice que es algo sin importancia y me
recomienda algunas aspirinas; otro se preocupa y me cita para hacer un
encefalograma al día siguiente; otro no sabe qué pensar y prefiere esperar
algunos días para ver cómo evoluciona la situación. Este “pluralismo”, sin
embargo, nos deja inquietos: nos gustaría que los tres médicos estuviesen de
acuerdo, que hubiesen acertado en lo que se refiere a nuestra enfermedad. Es
decir, nos gustaría que fuese evidente la verdad, de forma que no hubiese
espacio a un “pluralismo” que nace de la incapacidad de comprender algo tan
sencillo (o tan complejo) como el síntoma de un paciente...
El ejemplo de la medicina nos ayuda a comprender una causa del pluralismo:
el que no siempre llegamos a la verdad de las cosas. Pero ésta no es la única
causa. Pensemos, por ejemplo, en un médico que quiera practicar un cierto tipo
de operación, y que “invente” enfermedades en sus pacientes para poder probar
sobre ellos... Algo parecido pasa en el mundo del periodismo: un mismo discurso
de un político es presentado no sólo bajo distintos puntos de vista (cada quien
ha visto al orador desde un lugar diferente), sino que a veces queda tan
manipulado que se le ha hecho decir lo contrario de lo que dijo. Esto ocurre
cuando el periodista tiene un interés concreto en sacar un artículo de un modo
y no de otro.
Hay más causas del pluralismo. Pensemos, por ejemplo, en los divertidos
y simpáticos errores que se producen cuando se transmite un mensaje a otros. La
frase “el presidente de Corea ha comprado un avión de guerra a los Estados
Unidos” puede convertirse, después de pasar por diversos oídos no atentos, en
esta otra: “el señor presidente aterrizó en Estados Unidos para hablar de la
guerra de Corea”. Lo peor del caso es que quizá el que recibió por último el
mensaje está tan convencido de la verdad de lo que dice que, si le intentamos
corregir, nos acusará de “dogmáticos” y de atentar contra el derecho a la
libertad de pensamiento y de expresión...
Desde luego, querer suprimir los errores y las imprecisiones con un
golpe de tinta es algo así como querer vacunar, una por una, todas las abejas
de una colmena... La oscuridad de muchos temas, los malentendidos más o menos
simpáticos, y algunas manipulaciones y engaños realmente malévolos, llevan a
los hombres a vivir en un pluralismo casi inevitable. Hay que decir “casi”
porque, ante la evidencia de los hechos, es “posible” llegar a poner de acuerdo
a un grupo pluralista de discutidores. Es “posible”, aunque no “seguro”, porque
siempre queda la libertad de quien no quiera reconocer ni siquiera lo que es
evidente. En este caso, habrá que respetar a quien no es capaz de ver la
realidad. Pero no le permitiremos que use alguno de sus errores (culpable o no)
para perjudicar a ningún ser humano, simplemente porque opine que él tiene el
“derecho” de hacerlo cuando le plazca.
El fundamento de las leyes y el derecho de un pueblo civilizado no es,
simplemente, el pluralismo, sino la búsqueda de los principios verdaderos que
llevan a una buena regulación de la vida social. Una ley que sólo quiera
contentar todas las opiniones que existan y puedan existir es, simplemente, una
no ley: no puede mandar nada, pues en esa sociedad podrían vivir (o destruirse
mutuamente) racistas como Hitler y mafiosos como Al Capone. El pluralismo
llevado a su máxima radicalización no es capaz de legitimar el respeto a nadie.
La verdadera ley, en cambio, busca lo que sea justo, aunque no agrade a todos,
aunque tenga que perseguir a ladrones y a criminales, a racistas y a
violadores.
El pluralismo democrático tiene validez sólo para aquellas elecciones y
modos de vivir que no dañen la dignidad de ningún hombre o mujer. Esto implica
aceptar como no discutible, no sometido al “pluralismo”, esa dignidad. Algunos
podrán rechazarla y pretenderán asesinar, abortar o mutilar a otros. Pero aquí,
por encima del pluralismo, hay que defender la verdad ética, esa que no cambia
aunque cambien las opiniones y las proclamas políticas, los gobiernos y los
sindicatos.
Conviene no olvidar que cada hombre vale porque es hombre. Un
pluralismo sobre este punto sólo es señal de debilidad y de fracaso, de
incapacidad intelectual o de mala voluntad. La defensa del hombre, de cada
hombre, de todo el hombre, será la señal segura de que un pueblo vive con
valores y principios que valen en cuanto verdaderamente justos. Sólo una visión
ética correcta (por lo tanto, indiscutible, incluso desde el punto de vista
legal) puede garantizar el respeto de todos. También de quien se equivoque en
las mil discusiones de todos los días, y que vale, como hombre digno, a pesar
de un error.
El error es capaz de asesinar o dañar a muchos. La verdad es capaz de
reconocer el valor humano incluso de un asesino. El pluralismo puro no puede
ser, por lo tanto, la base de ninguna democracia. Una democracia será realmente
“democrática” si se basa en aquellas verdades que fundan y permiten proteger la
dignidad de cada ser humano. Unas verdades que nadie debería poner en discusión...
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