Autor: Álvaro Correa
Nuestro bello planeta azul guarda sorpresas increíbles. Una de ellas
ocurrió el 19 de diciembre de 2017. A las puertas de Ain Sefra, en Argelia, un
delicado manto de nieve se extendió sobre las arenas del desierto sahariano.
¡El desierto estaba nevado!
El raro evento se debió a la complicidad de las altas presiones cernidas
sobre Europa, cuyas corrientes de aire frío descendieron hasta el norte de
África. Por lo visto, esto ha ocurrido en décadas pasadas, pero cada ocasión es
extraordinaria.
Este hecho es el más apropiado para dar forma y color a uno de los versos
de la hermosa poesía “Como la hiedra” de Leopoldo Panero:
“Por el dolor creyente que brota del pecado;
por haberte querido de todo corazón;
por haberte, Dios mío, tantas veces negado,
tantas veces pedido, de rodillas, perdón.
Por haberte perdido, por haberte encontrado.
Porque es como un desierto nevado mi oración;
porque es como la hiedra sobre un árbol cortado
el recuerdo que brota cargado de ilusión.
Porque es como la hiedra, déjame que te abrace,
primero amargamente, lleno de flor después,
y que a mi viejo tronco poco a poco me enlace,
y que mi vieja sombra se derrame a tus pies.
¡Porque es como la rama donde la savia nace,
mi corazón, Dios mío, sueña que Tú lo ves!”.
Es verdad que la imagen de la hiedra asume el papel principal, pero, si el
poeta nos permite, podríamos ahora enfocar los reflectores sobre el “desierto
nevado” de nuestra oración.
Y es que hay una predilección para usar la imagen del desierto cuando nos
referimos al camino de la conversión cristiana y, en concreto, a la aridez que
muchas veces envuelve la vida espiritual.
Con cierto aire místico, el poeta arropa en terciopelo la profunda
convicción cristiana de que el amor divino ha salido al encuentro del pecador;
de que la misericordia de Dios se ha extendido sobre toda alma arrepentida.
Esa es la maravilla del “desierto nevado” que visualiza la gracia de Dios
cubriendo de frescor y fecundidad la vida desértica del hombre. El amplio
horizonte del desierto nevado es una estampa de la esperanza y del gozo que
produce el amor de Dios presente y siempre fiel, comprensivo y pronto para
tender la mano.
¡Ojalá Leopoldo Panero hubiese podido ver el desierto sahariano cubierto de
nieve! Su pluma habría subrayado el verso apenas comentado y –es un deseo
añadido- podría haber iniciado otra poesía partiendo del último verso “…mi
corazón, Dios mío, sueña que Tú lo ves!”
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