Autor: Álvaro Correa
Cuentan que preguntaron al general ateniense Temístocles, vencedor en la
batalla de Salamina, a quién daría en matrimonio a su hija si tuviese que
elegir entre un hombre honrado sin dinero y un hombre rico sin honradez.
Su respuesta fue la siguiente “Prefiero a un hombre sin dinero, más que al
dinero sin un hombre”.
De esta manera dejaba claro que la elección para su hija debía ser un
hombre virtuoso, aunque no fuese rico, y que no contaba con su aprobación un
hombre rico, si éste carecía de virtud. Optaba, pues, por un buen yerno, no por
el bolsillo del yerno…
Ciertamente las costumbres han cambiado en varios aspectos y, para bien del
matrimonio, la voz de la novia es escuchada por los padres de cara a una
elección personal, libre y voluntaria por parte de los contrayentes. Demos
gracias a Dios.
Ahora bien, colocándonos sólo sobre la disyuntiva de Temístocles, en su
época, queda clara una lección y vale tanto en tiempos remotos como en la
actualidad: la unión matrimonial se realiza entre dos personas y ambas se eligen
por amor para toda la vida.
Los bienes materiales, simbolizados en las arras matrimoniales, pasan a ser
compartidos. Parece obvio decirlo, pero, dado que entre hombres toda situación
es posible, cabe reafirmar que Temístocles, tratándose del matrimonio de su
hija, velaba para que su esposo fuese un hombre virtuoso.
Y es que la riqueza de un matrimonio son las personas mismas, no sus
posesiones. Cierto, si son virtuosas y ricas, tanto mejor para ellas, pues
sabrán hacer el bien a todos.
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