3 de diciembre de 2018

Evitar toda forma de avaricia


Autor: Álvaro Correa

Hace poco menos de un año falleció Aline Griffith, la Condesa de Romanones. Fueron 21 sus herederos entre hijos, nietos y biznietos.

Uno de ellos, cubierto bajo el velo discreto del anonimato, declaró que “no hay el menor problema entre los herederos, todos estamos de acuerdo con el testamento... Mi abuela dejó todo muy claro…”.

¡Bendito sea Dios! Dichosos ellos, porque ciertas oleadas de viento traen y llevan las comidillas de los dramas familiares entorno al patrimonio de los seres queridos difuntos.


A este propósito el evangelista Lucas narra que uno de la multitud dijo a Jesús: “Maestro, dile a mi hermano que divida la herencia conmigo”.

Conocemos la respuesta: “¡Hombre! ¿Quién me ha puesto por juez o árbitro sobre vosotros? Estad atentos y guardaos de toda forma de avaricia; porque aun cuando alguien tenga abundancia, su vida no consiste en sus bienes” (Lc 12,13-15).

En verdad es muy triste ver cómo se desmorona una familia cuando los hijos y nietos entran en pleitos por la repartición de una herencia.

Jesús alude a evitar “toda forma de avaricia”. Esto nos da pie para imaginarla como un muro que cierra el paso de la luz en ventanas y puertas de un hogar dejando a todos en la oscuridad, impidiendo que se reconozcan como hermanos y apagando el calor del cariño que los reunía entorno a sus padres o abuelos.

También podemos imaginar esa avaricia bajo la forma de una densa niebla de amnesia que los hace tropezar y caer en un pozo del olvido en el que opacan el recuerdo de sus vivencias familiares.

Jesús se toma muy en serio esta situación y por ello su advertencia es severa. Debemos evitar la avaricia superando la tendencia a los apegos materiales.

Volviendo al tema de las herencias, tengamos presente que la avaricia envenena las relaciones entre las personas que nacieron bajo un mismo techo y rompe la unidad generada al abrigo de los padres; es más, cava unas fosas tan hondas que las personas llegan hasta el punto de no desear ni siquiera cruzar su mirada o dirigirse la palabra.

La avaricia convierte los hogares en campos minados, en un terreno de batalla fratricida. Se entiende, entonces, que “la avaricia es un pecado capital que basa su máxima en el egoísmo. Es decir, la obtención de riquezas, mayormente materiales, con la finalidad de guardarlas sin compartir nada con los demás”.

Será necesario, por tanto, cultivar la virtud de la generosidad, que no es sino una faceta bella de la caridad. La persona generosa da sin esperar recompensa, sale al encuentro de las necesidades, está dispuesta al mayor sacrificio con tal de preservar los valores humanos y espirituales.

En este caso, una persona generosa sabrá compartir unos bienes materiales para preservar la unión familiar. Dios quiera que, si a nuestras familias toca repartir una herencia, sepamos darnos la mano para estar más unidos. Eso será mucho mejor que perder a nuestros propios hermanos.

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