Autor: Álvaro Correa
Hace poco menos de un año falleció Aline
Griffith, la Condesa de Romanones. Fueron 21 sus herederos entre hijos, nietos
y biznietos.
Uno de ellos, cubierto bajo el velo
discreto del anonimato, declaró que “no hay el menor problema entre los
herederos, todos estamos de acuerdo con el testamento... Mi abuela dejó todo
muy claro…”.
¡Bendito sea Dios! Dichosos ellos,
porque ciertas oleadas de viento traen y llevan las comidillas de los dramas
familiares entorno al patrimonio de los seres queridos difuntos.
A este propósito el evangelista Lucas
narra que uno de la multitud dijo a Jesús: “Maestro, dile a mi hermano que
divida la herencia conmigo”.
Conocemos la respuesta: “¡Hombre! ¿Quién
me ha puesto por juez o árbitro sobre vosotros? Estad atentos y guardaos de toda
forma de avaricia; porque aun cuando alguien tenga abundancia, su vida no
consiste en sus bienes” (Lc 12,13-15).
En verdad es muy triste ver cómo se
desmorona una familia cuando los hijos y nietos entran en pleitos por la
repartición de una herencia.
Jesús alude a evitar “toda forma de
avaricia”. Esto nos da pie para imaginarla como un muro que cierra el paso de
la luz en ventanas y puertas de un hogar dejando a todos en la oscuridad,
impidiendo que se reconozcan como hermanos y apagando el calor del cariño que
los reunía entorno a sus padres o abuelos.
También podemos imaginar esa avaricia
bajo la forma de una densa niebla de amnesia que los hace tropezar y caer en un
pozo del olvido en el que opacan el recuerdo de sus vivencias familiares.
Jesús se toma muy en serio esta
situación y por ello su advertencia es severa. Debemos evitar la avaricia
superando la tendencia a los apegos materiales.
Volviendo al tema de las herencias,
tengamos presente que la avaricia envenena las relaciones entre las personas que
nacieron bajo un mismo techo y rompe la unidad generada al abrigo de los
padres; es más, cava unas fosas tan hondas que las personas llegan hasta el
punto de no desear ni siquiera cruzar su mirada o dirigirse la palabra.
La avaricia convierte los hogares en
campos minados, en un terreno de batalla fratricida. Se entiende, entonces, que
“la avaricia es un pecado capital que basa su máxima en el egoísmo. Es decir,
la obtención de riquezas, mayormente materiales, con la finalidad de guardarlas
sin compartir nada con los demás”.
Será necesario, por tanto, cultivar la
virtud de la generosidad, que no es sino una faceta bella de la caridad. La
persona generosa da sin esperar recompensa, sale al encuentro de las
necesidades, está dispuesta al mayor sacrificio con tal de preservar los valores
humanos y espirituales.
En este caso, una persona generosa sabrá
compartir unos bienes materiales para preservar la unión familiar. Dios quiera
que, si a nuestras familias toca repartir una herencia, sepamos darnos la mano
para estar más unidos. Eso será mucho mejor que perder a nuestros propios
hermanos.
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