Autor: Álvaro Correa
Dos enormes manos de
cemento sostienen un camino dorado de 150 metros.
Según los diseñadores de
la TA Landscape Architecture de Ho Chi Minh, en Vietnam, esta maravilla, enmarcada
en las montañas de Da Nang, evoca “las manos gigantes de Dios arrancando una
tira dorada de la tierra”.
Damos por seguro que los
visitantes lo atraviesan a paso lento, conteniendo un corazón palpitante de
emoción, no sólo por el panorama incomparable que disfrutan, sino, sobre todo
por sentir ese bello escalofrío de verse sostenidos, simbólicamente, por las
manos fuertes y bondadosas de Dios.
Ese camino dorado refleja
el breve e intenso trayecto de nuestra vida, con su inicio y su final, con sus
amplios horizontes y el desafío de las alturas, con la brisa delicada que lo
acaricia o las tormentas que lo azotan sin piedad como látigos.
De una manera o de otra,
el camino es dorado porque la historia de un hombre es siempre sagrada. Qué
dichosos somos si, durante la travesía de unos cuantos años, nos confiamos a
Dios cuyas manos amorosas “nos hicieron y formaron” (cf. Sal 119,73).
Procuremos imaginarnos
sobre ese puente de Vietnam dando gracias por el don de nuestra existencia y
besando las manos de nuestro Señor y Creador.
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