Autor: Fernando Pascual
Nos equivocamos muchas veces. Al marcar un número de teléfono
o al suponer que hoy había autobuses a una hora inexacta. Al confiar en un
“amigo” que no lo era y al hacer mal las cuentas al pagar las medicinas. Al
guardar en el bolsillo la llave que no necesitábamos mientras dejábamos en casa
la que sí era importante.
El error entra continuamente en la experiencia humana. Porque
una cosa es lo que suponemos y otra diferente es la verdad. Y porque
precisamente la diferencia entre lo que pensamos y lo que son las cosas
fundamenta el fenómeno del error.
Hablar de errores nos lleva a hablar de la verdad. Si en la
devolución del pago de una compra decimos que el cajero se equivocó significa
que pensamos que existe una contabilidad exacta y que las monedas a devolver
deben ser 5 y no 3.
Existen, sin embargo, pensadores que niegan que podamos conocer la verdad. Lo cual implica, automáticamente, decir que no somos capaces de descubrir los errores, como ha sido señalado por algunos filósofos.
Pero por más que digamos que la verdad es imposible o muy
difícil de alcanzar, continuamente nos topamos con errores. Nuestros, y nos
duelen si las consecuencias son graves (por ejemplo, cuando pusimos un aparato
en el enchufe equivocado y se quemó). O de otros, y también las consecuencias
pueden ser más o menos graves.
En un mundo lleno de informaciones, de mensajes, de
opiniones, donde todo ocurre con velocidades que asustan, hace falta reconocer
el riesgo continuo que tenemos de equivocarnos, y la necesidad de reflexionar
antes de emitir un juicio sobre temas sencillos o complejos.
Solo entonces seremos capaces de equivocarnos un poco menos,
de no caer en las redes de los errores (algunos intencionales que se llaman
mentiras) de otros, y de construir sociedades más abiertas a la verdad...
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