Autor: Fernando Pascual
El hombre se encuentra aquí, en el mundo, en la historia,
en la lucha por la vida.
Sufre, ama, ríe, llora, canta, piensa, estudia y trabaja.
Ninguno de nosotros pidió la existencia. Un día
fuimos concedidos, pasamos por el “trauma” del parto. Luego crecimos,
estudiamos... y empezamos a pensar.
Muchas veces queremos comprender lo que significa
existir, qué sentido tenga nuestro caminar en el mundo de la vida.
Las experiencias que nos acompañan son múltiples. Unas
son sensibles, como el padecer hambre y satisfacerla, el pasar frío o calor, el
sentir placer o dolor de cabeza. Otras son espirituales: ideas, estudios,
temores, esperanzas.
Tenemos, además, deseos y anhelos que parecen
“insaciables”. Para la sed tenemos el agua. ¿Hay algo que pueda satisfacer
nuestros anhelos de felicidad completa, de inmortalidad, de llegar a la verdad
y al bien?
Nuestro vivir no se cierra en el horizonte personal.
Tenemos numerosos encuentros, contactos, saludos, despedidas. La vida está
llena de amistades, diálogos, promesas, discusiones, conflictos.
Hay momentos en los que miramos al cielo o a lo más
íntimo del alma y buscamos a Dios, un Ser que no sea de este mundo material
pero que dé sentido y significado a mi existencia y a la de cada realidad que
embellece el mosaico de la vida, de las estrellas y las fiestas.
Frente a tantos horizontes y experiencias, buscamos
normas para vivir, normas que nos guíen. Si en el mercado podemos aceptar el
criterio de una balanza, o damos por válido el marcador de la gasolinera, en
las opciones concretas, ¿existe una medida y una norma que indique claramente
lo que sea justo, lo que sea bueno, lo que sea honesto?
Ante la multicolor variedad de experiencias, no me
comporto como una cámara cinematográfica ni como un espectador pasivo. A cada
paso descubro mis responsabilidades: necesito discernir qué sea bueno y qué sea
malo, qué me conviene y qué no. Busco instintivamente una escala de valores,
una regla para la existencia.
Todo hombre asume una norma de vida para sí mismo. Y, no
contento con tenerla más o menos clara, muchas veces intenta justificarla. Lo
triste es que también buscan justificaciones quienes han cometido grandes
delitos. Tras la
Segunda Guerra Mundial importantes mandos del ejército
creyeron que con “cumplir órdenes” sus espaldas estarían bien protegidas...
Pero esas justificaciones no valen, son falsas. Sólo un criterio ético correcto
permite distinguir entre actos buenos y actos malos, entre grandeza de alma y
pequeñez egoísta.
La búsqueda de normas morales camina en paralelo con otra
búsqueda que radica en lo más profundo de nuestros corazones: el anhelo de
saber. Desde niños la pregunta “¿por qué?” se convierte en una dimensión
ineliminable de nuestra biografía.
¿Por qué tienen colores las nubes? ¿Por qué hace ruido la
abeja? ¿Por qué la luna cambia de forma? ¿Por qué en verano hace calor? ¿Por
qué los vecinos tienen 6 hijos y yo no tengo hermanitos? ¿Por qué los políticos
parecen tan serios? ¿Por qué, desde que se fue al hospital, ya no tenemos
noticias de la abuelita?
Las preguntas no son como el sarampión que desaparece con
la infancia. Toda
nuestra vida surgen porqués más o menos profundos, especialmente al
encontrarnos con el dolor, la injusticia, el pecado.
Muerte, eternidad, bien y mal, verdad y mentira, son
temas que están siempre ante nuestros ojos y nos llevan a buscar, a llamar, a
anhelar respuestas que vayan más lejos y más a fondo de lo que puedan ser
simples razonamientos provisionales e incompletos.
A la pregunta sobre el porqué se une la del para qué:
¿para qué vivir? Hay quienes, tras un fracaso, una derrota personal o familiar,
optan por el suicidio, simplemente porque quieren huir de una situación que no
aceptan, porque no saben cómo dar sentido a una vida que ha cambiado de
horizontes, pero no por ello deja de ser misteriosamente grande y rica.
Para afrontar tantos temas, tantas inquietudes, tantos
anhelos, desde hace miles de años se han elaborado diversas respuestas. Algunas
son más profundas, más completas, más elaboradas. Otras son respuestas “en
pantuflas”, para caminar por casa, entre la cama y el armario.
Encontramos aquí la filosofía. Sobre
ella se han dicho tantas cosas y tan distintas, que intentar una definición que
satisfaga a todos parece casi imposible.
Si podemos encuadrarla de algún modo, la filosofía sería
un camino intelectual y vivencial de búsqueda de respuestas que ayuden a
comprender la existencia propia y las existencias ajenas (las de las distintas
formas de realidades que se dan en el universo y fuera del mismo), desde una
radicalidad y una justificación que permitan satisfacer el anhelo de
conocimientos que es propio de la condición humana.
Todo hombre es, aunque no siempre lo parezca, filósofo.
Porque necesita recorrer ese camino hacia la verdad. Y porque no
puede vivir con respuestas banales ni con distracciones pasajeras (como
recordaba Pascal), por más absorbentes que puedan resultar.
La filosofía aparece en nuestro horizonte humano. Vale la
pena asumirla y hacerla “propia”. Vale la pena no dejar que nuestro corazón
inquieto se haga burdo ni se ahogue en cotidianidades sin sentido.
El deseo de saber es el primer paso para ser filósofo.
Ese deseo está vivo en cualquier corazón que anhele bienes completos y
respuestas válidas para tantos interrogantes que son parte constitutiva del
existir humano.
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