11 de octubre de 2021

Escuchaterapia

Autor: Fernando Pascual

Cada día nos sentimos llenos de “necesidades”, nos bombardean miles de informaciones: televisión, radio, internet, periódicos y revistas. El teléfono fijo y, sobre todo, el móvil, no dejan de enviar mensajes, de darnos noticias.

A pesar de tanta información, a pesar de que “conocemos” y oímos tantas cosas, sentimos una necesidad enorme de hablar, de ser escuchados, de encontrar ojos amigos que quieran acoger lo que tenemos en el corazón, lo que pasa por nuestra mente.

Nos resulta urgente dejar tantos medios que nos atiborran de datos para empezar a comunicar un poco eso que llevamos dentro. Sobre todo, resulta muy urgente, si queremos ser escuchados, empezar nosotros, los primeros, a dedicar algo de tiempo para acoger y escuchar lo que otros quieran decirnos.

Podríamos empezar por escuchar a tantas personas de la tercera edad. Abuelos y abuelas, o personas solitarias, que guardan en sus corazones experiencias sencillas e historias emocionantes. Basta con dar un poco de atención para llenar de dicha al anciano del piso de arriba, con esa alegría que sentimos todos cuando alguien nos escucha con afecto.

Más de una vez descubriremos, en las personas de más edad, un tesoro maravilloso de experiencias. Buenos o malos momentos, aventuras y fracasos, reflexiones profundas sobre el sentido de la vida y la fragilidad de la salud: ¿no necesitamos acoger mensajes bañados por las canas y las lágrimas que valen muchas veces más que lo que repiten una y otra vez los medios de información sobre personajes poco ejemplares?

Habría que escuchar, también, a los niños. Es cierto que a cierta edad hablan y hablan sin parar, con una serie de relatos más o menos imaginativos e incoherentes que reflejan un mundo lleno de fantasía. Pero también es cierto que los niños pueden ayudarnos a abrir los ojos a las mil maravillas de la vida. Nos hablarán de una hormiga que arrastra una pajita, de un petirrojo que sube y baja mientras construye su nido, de una gaviota que da vueltas sin cansarse, de un amiguín que tiene unos padres que se pelean casi todos los días...

Igualmente, hay que escuchar mucho a los adolescentes y los jóvenes. A veces creemos que no hacen caso a los adultos, que quieren vivir su vida, que están absortos con el i-Pod o con el móvil. Pero quizá no nos damos cuenta de que el chico o la chica adolescente tiene un hambre enorme de ser escuchado, de ser comprendido, de ser aceptado, de ser amado, de ser perdonado. Muchos jóvenes serían menos amigos de drogas, borracheras o fiestas frenéticas si encontrasen entre sus padres, abuelos y educadores a personas dispuestas a escucharles, a acogerles, a darles un consejo en esta etapa tan decisiva de cada vida.

Hay que escuchar, no lo olvidemos, a los adultos. No creamos que un oficinista está tan lleno de trabajo que no quiere nunca hablar con nadie. No pensemos que los hombres o mujeres de dirección tienen siempre prisa y mil cosas que “analizar” en resúmenes de prensa o en informes financieros y que su tiempo “precioso” no puede “perderse” en hablar del clima o de la religión. No imaginemos que obreros y obreras llegan a sus casas rendidos del trabajo, sin ganas de comunicar algo de lo mucho que hay en sus almas. Ellos, como nosotros, también tienen un corazón hambriento de acogida, esperan dar tiempo y recibirlo.

Hace falta, especialmente, aprender a escuchar en la familia, en el trato cotidiano que se teje entre los esposos, entre los hermanos. Es hermoso ver, cuando el tráfico se atasca, familias que hablan alegremente en el coche. Es triste ver parejas de esposos que miran casi anónimamente a los coches que les preceden, sin decirse nada, sin comunicar riquezas interiores que hacen bella cualquier vida matrimonial.

Sobre todo, nos urge escuchar a Dios y hablar con Él. Porque Dios también tiene mucho que decirnos. Porque Dios quiere recordarnos que nos ama. Porque Dios es el que mejor puede recibir nuestras penas y alegrías cuando necesitamos revelar a alguien lo que se esconde en lo más íntimo de nuestras almas.

Hace falta una profunda terapia de la escucha, una “escuchaterapia”. Aunque no aprendamos nada nuevo, aunque quizá escuchemos una y otra vez la misma historia: la acogida que damos al otro cuando nos habla de sus cosas vale mucho más que la lectura de una novela apasionante.

Porque las novelas relatan hechos que quizá nunca ocurrieron, mientras que las palabras que me llegan del otro me permiten tocar un misterio de vida que es muy semejante a la mía. Porque todos estamos en la misma barca y porque todos, en el fondo, somos buscadores de caminos y de luces de esperanza. Como las que nos ofrecen tantos compañeros de camino que necesitan lo que nosotros anhelamos: escuchar y ser escuchados.

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