Autor: Álvaro Correa
Cada defecto, propio y ajeno, pone nuestros pies en la tierra y nos
recuerda que no somos ángeles, sino pobres hombres mortales, necesitados del
amor de Dios y de la comprensión de nuestros hermanos.
Es importante aceptar los defectos como parte de nuestra persona y trabajar
sobre ellos, de tal manera que sirvan como un poderoso imán para atraer gracias
de Dios y, al mismo tiempo, para aplicar un trabajo virtuoso y perseverante de
nuestra parte.
Un hecho nos resultará simpático; se trata de cierta deformidad de los
músculos faciales y que, sin embargo, el común de la gente lo retiene como algo
atractivo, como un toque de belleza. Hablamos del hoyuelo en las mejillas que
se forma al sonreír.
En realidad, es un músculo corto que crea ese hoyuelo cuando estiramos los
músculos del rostro para sonreír. ¿Verdad que tiene un toque de gracia?
Ese es uno de nuestros “bellos defectos”, uno de tantos que nos acompañan
toda la vida y que forman parte de nuestra cruz de gloria, si sabemos acudir a
la misericordia de Dios y trabajar pacientemente por superarnos en la virtud.
Un maestro de espiritualidad, el P. Claude Joseph Tissot, recogió las
enseñanzas de San Francisco de Sales, en su obra “El arte de aprovechar
nuestras faltas”. Nos puede iluminar para comprender, como él mismo cita, que
“hasta los corazones más duros se ablandan ante la esperanza de volver a ocupar
su puesto en el hogar del Padre de familia”.
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