Autor: Max Silva Abbott
Se supone que de acuerdo a la mentalidad dominante en muchos sectores, el
Estado debiera ser neutral en cuanto a lo que considera correcto, no pudiendo
imponer ninguna “visión del mundo” a sus ciudadanos y debiendo, por el
contrario, otorgar el marco jurídico para permitir que cada cual “desarrolle
libremente su personalidad”, como suele decirse, dado el politeísmo valórico
que impera en nuestras sociedades. En consecuencia, optar por alguna de las
concepciones de sus ciudadanos sería discriminatorio respecto de las restantes.
Ahora bien, al margen de la imposibilidad real de una completa neutralidad
del Estado (ya que de existir no podría tomarse prácticamente ninguna decisión,
al requerir de elecciones basadas en valoraciones), lo que hoy está ocurriendo
en muchos países dista mucho de este ideal, lo que de paso viene a demostrar su
imposibilidad.
En efecto, dentro de las variadas funciones que el Estado ha ido asumiendo
a lo largo del último siglo, actualmente una tarea que se considera esencial es
la efectiva tutela de los derechos humanos, a fin de permitir una convivencia
civilizada en que nadie imponga por la fuerza su “visión del mundo” a otros, y
propiciar el diálogo y la tolerancia como elementos esenciales de cualquier
sociedad democrática.
Sin embargo, es precisamente en esta labor de defensa y promoción de los
derechos humanos que el Estado ha ido perdiendo su neutralidad (o mejor, ahora
se nota más que no lo es, pues ella nunca existió), en particular en su defensa
de los llamados “derechos sexuales y reproductivos”.
Lo anterior resulta ineludible, al margen de los derechos que se quieran
defender, pues es inevitable que surjan conflictos de derechos, sobre todo si
se los concibe en un contexto de “todo o nada”, es decir, que para que prime
uno debe eliminarse por completo el otro. De esta manera, ante estos nuevos
derechos, hoy por hoy todos los demás comienzan a ceder, gracias al aparato coactivo
del Estado, que los defiende a brazo partido mediante sentencias o leyes,
precisamente por considerarlos “correctos”.
Mas, desde este momento, el Estado ya no puede alegar una pretendida
neutralidad (que nunca ha existido, se insiste), al estar optando de manera tan
clara por estos derechos, que considera más importantes que otros, como la vida
del no nacido, la libertad religiosa, de conciencia y de opinión, o el derecho
preferente de los padres de educar a sus hijos.
Resulta evidente así que estamos en presencia de un Estado confesional (e
incluso podría llegar a decirse que en presencia de una comunidad internacional
confesional), en que los “derechos sexuales y reproductivos” han sido elevados
a la categoría de verdadera religión secular, con sus dogmas, sacerdotes y por
supuesto, herejes.
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