Autor: Bosco
Aguirre
Fabricamos
zapatos y corbatas, relojes y pulseras, tenedores y cuchillos. Si un producto
no sirve, se tira. Aunque se haya perdido tiempo en su producción, aunque la
empresa pierda un poco de dinero. Todo su valor residía en su utilidad, y si no
hay utilidad el producto “no vale nada”.
Algunos
buscan “fabricar” embriones con características predeterminadas, embriones que
algunos han llamado “bebés-medicamento”. Esta novedad técnica ya es una
realidad, y no faltan las primeras leyes que van en esa línea, como la aprobada
en España en 2006.
De este
modo, nos dicen, se promoverá el desarrollo de la medicina, serán curados
muchos enfermos, quedará satisfecho el deseo de algunos padres de familia.
Los así llamados
“bebés-medicamento” nacen a través de un proceso muy sencillo. Una familia, por
ejemplo, tiene un hijo necesitado de un transplante de tejidos. Se
“producirían” en el laboratorio varios embriones in vitro a partir de los
óvulos y espermatozoides de los esposos.
Esos
embriones pasarían por diversos análisis para seleccionar aquel o aquellos
embriones que tengan las características deseadas, que sean “útiles”. Ese
embrión (o esos embriones) serán transferidos luego en la madre, y así podría
nacer un “niño útil” que, con algunos de sus tejidos, curaría a su hermano.
¿Y los
embriones que no reúnan las características deseadas? Esos “embriones inútiles”
serán guardados indefinidamente en el congelador, quizá a más de 190º bajo
cero, o serán destruidos después de algún tiempo y (así nos dicen) en el
respeto de las máximas “garantías” legales y éticas. O quizá, si tienen mucha
suerte, podrán ser salvados, si alguien les descubre algún valor, algún
interés, alguna “utilidad”.
De este
modo, un grupo de embriones serán analizados y seleccionados bajo la lógica de
la producción y de la utilidad técnica. En otras palabras, serán tratados de un
modo o de otro según lleguen a satisfacer un deseo, según posean o no ciertas
características, según sirvan para curar o para investigar. El embrión o los
embriones “valiosos” serán respetados y tratados con suma delicadeza, los demás
serán discriminados, serán manipulados como si se tratase de seres humanos de
menor importancia.
Nos dirán, y
es verdad, que con estas técnicas se curarán cientos de enfermos, niños y
también adultos. Pero al mismo tiempo tendrían que decirnos que serán
eliminados cientos de embriones. No es correcto airear beneficios reales y
ocultar una injusticia que va contra el principio de igualdad.
La justicia
se basa sobre un presupuesto básico: todos deberíamos ser iguales ante la ley.
Si una ley permite que un grupo de embriones humanos (de hijos, que esa es su
definición más completa) sea sometido a un trato discriminatorio, tal ley
permite una grave forma de injusticia. Aunque a través de la misma otros sean
beneficiados: ¿no es ese el mayor drama de toda injusticia, que unos ganan
porque otros pierden?
Hay que
abrir los ojos a la verdad: cada embrión es un ser humano, es un hijo, digno de
respeto. Por eso mismo, es necesario y justo oponerse a cualquier ley que
permita un trato discriminatorio de los embriones: unos salvados y otros
destinados a usos no bien definidos.
Tal
oposición, desde luego, debe ir acompañada por la búsqueda de alternativas
justas y éticas para un genuino progreso de la medicina: para que muchos niños
enfermos puedan ser curados; y para que ningún ser humano (embrión, niño o
adulto) sea tratado simplemente como un producto a merced de técnicos o de
médicos sin escrúpulos.
El verdadero
progreso pasa por la ética. Es entonces cuando la investigación dignifica al
ser humano. Conviene recordarlo, por el bien de nuestros hijos, que valen
siempre por lo que son, no por la posible utilidad que descubramos en ellos; y
por el bien de los adultos que queremos un mundo capaz de defender también la
vida de los más pequeños seres humanos: nuestros embriones.
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