Autor: Fernando Pascual
Se suceden casi sin interrupción campañas a favor de la despenalización, allí donde aún está penalizado, y de una mayor liberalización, allí donde ya está permitido, del aborto. Tales campañas se mueven tanto a nivel internacional como a nivel nacional, especialmente en aquellos países (muchos en América Latina) que todavía ponen serias trabas al aborto.
Ante tales campañas,
algunos defensores de la vida han elaborado una reflexión de interés. Nos dicen
que resulta cada vez más difícil impedir la liberalización del aborto, y que la
mejor manera de afrontar el problema no es luchar para mantener (o “resucitar”)
las leyes prohibitivas, sino trabajar en la promoción de una cultura a favor de
Estos defensores de la vida, católicos, personas de diversas religiones o de diversa formación cultural, creen que la legalización del aborto no influirá para nada en la gente si hemos sabido transmitir un mensaje claro: cada embrión es un hijo que merece todo el amor de sus padres. Por más leyes que aprueben los promotores del aborto, el número de abortos disminuirá cada vez más si conseguimos crear una cultura de la vida.
Esta reflexión,
esta propuesta, encierra un elemento muy valioso, pero también un peligro que
conviene evidenciar. Lo valioso es que la mejor manera de evitar los delitos (y
el aborto es siempre un delito, aunque haya leyes que lo permitan) es promover
una vida auténticamente ética, un amor profundo hacia cada nueva existencia
humana, un ambiente familiar sano, y un respeto hacia la sexualidad en su
dimensión profunda de apertura a la vida en un contexto de amor como el que
debería existir en cada uno de los matrimonios del planeta.
Es innegable este dato: por más que se permita el aborto, nadie abortará si todas las madres y todos los padres (no olvidemos nunca que cada embrión también tiene un padre) son responsables y son, sobre todo, amantes de la vida.
Pero este dato necesita ser integrado con una importante dimensión de la vida política: las leyes no sirven sólo para evitar y perseguir delitos, sino que tienen una dimensión educativa de enorme valor para promover la convivencia humana y la cohesión de las sociedades.
En la promoción y defensa del “valor vida” es imprescindible el trabajo cultural: hay que enseñar lo hermoso que es el originarse de cada nueva existencia humana, lo bella que es la vida familiar, lo valiosa que es la vida sexual con su apertura originaria y genuina a la transmisión de nuevas vidas. Hay que crear un clima social de apoyo a la maternidad y a la paternidad, de higiene en el embarazo, de ayuda a las familias pobres que ven con dolor cómo los hijos pequeños no tienen lo indispensable para alimentarse y para gozar de una higiene básica.
En ese trabajo cultural la ley tiene su papel, un papel casi imprescindible. No es indiferente, para una sociedad, enseñar a la gente, en la escuela, en la familia, en las parroquias, que el aborto está mal, mientras que la ley lo permite como si fuese algo tan trivial como el abrir una cuenta bancaria.
No hemos de suponer, a veces ingenuamente, que el nivel cultural de la gente aumenta con la mayor escolarización y la abundancia de fuentes informativas. El nivel cultural recibe un influjo enorme de las leyes y de su aplicación, de forma que ciertas prohibiciones son una ayuda importantísima para orientar la conciencia de los pueblos y de las personas.
Un hecho sirve como botón de muestra. Italia legalizó el aborto en 1978. Poco tiempo después de la legalización, se presentó a un hospital una señora embarazada. Estaba llorando llena de angustia. Le preguntaron cuál era su problema. Con gran ingenuidad dijo: es que yo quiero tener a mi hijo, pero han aprobado el aborto; ¿es que ahora tengo que abortarlo?
Sí, es verdad, esta señora gozaba de poca información, quizá tenía poca cultura: no había comprendido que la ley no obliga a abortar a nadie. Pero en su error se escondía una gran verdad: si una ley permite algo es que ese algo se convierte en “algo bueno” o, incluso, más de uno podría verlo como algo obligatorio.
Por lo tanto, a quienes dicen que no hace falta luchar tanto contra las leyes del aborto para concentrarse en la cultura o en la oración en favor de la vida, podemos responderles: tienen razón en que la principal manera de defender la vida está en la educación, pero no podemos olvidar que la ley es una de las principales fuentes de educación o de deseducación de los pueblos.
Además, hay otro
aspecto importante que no podemos dejar de lado. La ley tiene una obligación
especialmente grave de tutelar los derechos de los miembros de
No podemos bajar
Renunciar a la lucha contra las leyes abortistas sería ceder en un punto muy importante ante las presiones de quienes olvidan los derechos del hijo. Por amor a la vida, por el respeto a la maternidad y a la paternidad, por verdadero sentido de la justicia, no podremos nunca bajar la guardia en este campo. Si de lo que se trata es de crear una cultura de la vida, necesitamos apoyarla en ese cimiento tan sólido de la configuración de cada pueblo que es la existencia de leyes verdaderamente justas y, por lo mismo, transmisoras de educación y de valores auténticos.
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