Autor: P. Fernando
Pascual
Es fácil escribir,
decir, defender, que la verdad no existe. Tan fácil como decir que no hay sol,
o que las estrellas son imaginaciones humanas.
Las palabras lo
soportan todo, como ya explicaron Platón y Aristóteles. Uno puede decir o
escribir que no existe una casa mientras la miran sus ojos, o que lo blanco es
negro, o que el amor es odio, o que la mentira vale más que mil verdades.
El mundo de la
opinión libre (a veces libertaria, que es algo muy cercano a totalitaria), la
sociedad abierta que deja espacio a las voces más distintas, cree que la verdad
no tiene más derechos que el error, que la mentira puede circular libremente en
la prensa, en la radio, en la televisión, en el mundo inmensamente variado de
internet.
La sociedad
abierta, sin embargo, necesita reconocer que las mentiras pueden llevar a la
ruina, al mal, al dolor, a la muerte del alma y a la ruina del cuerpo y de las
sociedades. Que muchas veces las mentiras son instrumentos en manos de
poderosos, que usan el engaño para controlar a los pueblos, manipular las
conciencias, promover proyectos opresores.
Pero por más que
nos esforcemos, siempre queda en nuestro corazón ese anhelo profundo por
conocer la verdad, por salir de las dudas, por superar los errores, por
alejarnos de la mentira, por alcanzar la libertad que radica en lo verdadero.
No nacimos para
seguir el instinto del momento. No vivimos para dejarnos embaucar por el
intelectual más atrevido. No deseamos leer páginas de mentiras. No queremos
dejarnos engañar por el que grite más fuerte sus ocurrencias absurdas o sus
veleidades caprichosas.
Vivimos para lo
que vale eternamente. Anhelamos la Verdad completa. Buscamos insaciablemente el
Camino que lleva al Cielo donde el Amor lo es todo. Luchamos por la justicia
verdadera que elimina abusos y que fomenta concordias y esperanzas.
Necesitamos, por
lo mismo, guías sabios y buenos que nos indiquen dónde están los hombres y
mujeres que no juegan con las palabras, que no engañan con sus gestos, que no
escriben mentiras para ser aplaudidos, sino que ofrecen verdades que a veces
incomodan pero llevan a buen puerto.
No queremos más
mentiras, sino inteligencias despiertas y humildes. Como las de los niños:
capaces de preguntas profundas y sinceras, deseosos de ofrecer ayuda y de
pedirla. Sólo así nos ahorraremos la lectura de frases absurdas, y dedicaremos
lo mejor de nuestra vida al trabajo continuo y sincero por superar errores y
por conquistar “verdades verdaderas”...
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