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Vemos a un familiar, a un amigo, a un compañero, que empieza a recorrer un camino peligroso. Escoge malas compañías, dedica cada vez más y más tiempo a diversiones dañinas, se aficiona desmedidamente a las bebidas alcohólicas o a las drogas, deja la oración y vive de espaldas a Dios.
Otras veces sus opciones no parecen tan peligrosas, pero no dejan de ser dañinas. Se cierra en un mundo de criterios estrechos. Toma actitudes agresivas hacia los demás. Rechaza a quienes le ofrecen ayuda. Responde con dureza incluso a los seres más queridos.
Quisiéramos, en este tipo de situaciones, poder hacer algo, apartar al conocido del mal que poco a poco lo engulle. Quisiéramos encontrar la palabra, el consejo, la manera concreta para ayudarle a descubrir los peligros, a cambiar de actitudes, a apartarse de quienes le hacen daño, a buscar la compañía y los consejos de quienes pueden guiarle por el buen camino.
Pero a veces nos topamos con muros de hielo. El otro no escucha, no acoge, ni siquiera permite nuestra cercanía. Sentimos, entonces, un dolor profundo, porque le queremos, porque desearíamos ayudarle, porque nos apena un rechazo por parte de quien necesita mucha ayuda.
El misterio de la vida humana permite este tipo de situaciones. Un hijo, a partir de cierta edad, puede excluir casi por completo a sus padres y familiares del horizonte de su vida. Un amigo puede prescindir de tantas personas buenas para escoger modos de comportarse llenos de peligros. Un compañero de trabajo puede hundirse, poco a poco, en tristezas malsanas o en vicios destructores, mientras ni sus jefes ni sus compañeros encuentran la manera para acceder a su corazón, para despertarle del engaño en el que se encuentra, para orientarlo a una sanación profunda del alma.
Duele, sí, llegar a este tipo de situaciones. A pesar de todo, el amigo verdadero sabrá mantenerse atento, dispuesto a ayudar apenas surja un atisbo de esperanza.
Bastará con que el otro, en un momento de mayor lucidez, susurre que necesita a su lado una mano dispuesta a levantarle, a sacarle de un aprieto más doloroso, a guiarle entre oscuridades densas y llenas de insidias. Bastará cualquier mínimo gesto para que, entonces, acudamos a su lado con todo nuestro afecto y con palabras respetuosas, para que esa rendija que nos abre pueda convertirse en el inicio de un cambio que, desde Dios, permita emprender caminos de curación y de esperanza.
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