Autor: Max Silva Abbott
Tal vez una de las mayores dicotomías
(esto es, ideales que se contraponen) de la política sea aquella que concibe
como sociedad ideal una con amplia libertad y por ende, con desigualdad
económica, y por otro, una con gran igualdad material pero con poca libertad.
Dicho de otro modo, el debate pareciera
estar entre preferir un país en que fruto de la iniciativa económica y la
relativamente escasa intervención estatal exista más (y a veces mucha más)
riqueza, aunque esté mal repartida, u otro en el cual el Estado intervenga de
manera máxima, coartando dicha iniciativa, logrando un nivel de vida más parejo
(al menos para los gobernados) pero más (y a veces bastante más) pobre en
términos generales.
Esta dicotomía tiene visos de
inevitable, pues parece imposible que fruto de una amplia libertad de
emprendimiento se logre una igualdad económica para todos, pues sin una
tentadora retribución (el tan denostado lucro), dicha libertad casi no se
ejercería, pues nadie estaría dispuesto a esforzarse para que le expropien sus
ganancias. De ahí que en todos los países que han ahogado la libre iniciativa y
han forzado (a veces brutalmente) un reparto igualitario, se ha producido
pobreza. Es por eso que la gran pregunta podría resumirse así: ¿qué preferimos:
tener más y peor repartido o menos pero estar todos igual?
El problema, sin embargo, es que la
riqueza hay que producirla; ella no viene sola ni por arte de magia. Es fruto
del esfuerzo y del riesgo de algunos, y parece justo que si han obrado
correctamente, mejoren su estándar de vida. Por eso resulta fatal cuando se
coarta la posibilidad de producirla, pues ello es condenarse a la pobreza.
En consecuencia, la solución menos mala
pareciera ser incentivar esta libertad, teniéndola como premisa fundamental de
la economía, pero para evitar una injusticia grosera, otorgarle al Estado un
rol fiscalizador, de redistribución del ingreso y en parte orientador de la
actividad económica, que corrija en lo posible sus abusos, para –dicho en
términos coloquiales– no matar la gallina de los huevos de oro.
Y por lo mismo, no parece una solución
entregar toda o casi toda la iniciativa al Estado ni evitar la justa
retribución por el esfuerzo de los particulares, pues cuando el Estado es
suplente y no subsidiario, se termina ahogando la generación de riqueza.
Por tanto, al menos en este mundo, no
resulta justo ni humano cegar la libre iniciativa, pues correctamente
organizada, parece mejor tener una sociedad con más riqueza, aunque existan a
veces grandes diferencias, que otra sin estas diferencias (salvo para los
gobernantes) pero mucho más pobre.
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