Autor:
Fernando Pascual
Duele
encontrar en un ser humano señales de fariseísmo. Decir una cosa y vivir otra,
preocuparse por detalles sin importancia y dejar de lado el respeto a la
justicia y a la compasión, disimular para ser aplaudidos por los hombres y
pisotear malévolamente a los que se equivocan: ¿no son actitudes farisaicas que
provocan un rechazo general?
Puede
ocurrir, sin embargo, que mientras uno señala a otro por sus actitudes
farisaicas, incurra sin darse cuenta en una especie de “fariseísmo
antifariseo”. ¿De qué se trata?
Pensemos
en alguien que encuentra en su familia, en el trabajo, entre sus conocidos a un
compañero sumamente estricto, duro, inflexible. Se nota en sus actos y sus
palabras señales de desprecio hacia los demás. Con frecuencia acusa a otros,
cercanos o lejanos, de incumplidores, de egoístas, de inmorales.
Sí:
es fácil tildar a una persona así con el adjetivo “fariseo”. Además, ¿no tendrá
en su corazón apegos malsanos, comportamientos desleales, ambiciones ocultas?
Si la sospecha encuentra puntos de apoyo y señales más o menos claras de
hipocresía, no quedan dudas: ese conocido es un fariseo.
Al
mismo tiempo, quien condena a otros como fariseos puede suponer que él mismo
está libre de ese pecado. Es cierto: comete errores, llega tarde al trabajo,
incumple promesas a sus amigos, no respeta normas básicas de convivencia. Se
justifica diciendo que es un pobre pecador, que tiene sus debilidades, que
nadie es perfecto. Incluso se siente humilde: está libre del pecado del
fariseísmo porque reconoce sus faltas, no como ese fariseo...
Así,
sutilmente, uno incurre en una actitud de fariseísmo antifariseo... Por creerse
humilde, por sentirse libre del pecado de soberbia, por declarar que posee la
humildad propia de un pecador, supone que tiene el derecho de criticar a
quienes ha puesto la etiqueta de fariseos.
No
se trata de rizar el rizo, pero el peligro de incurrir en el fariseísmo
antifariseo nos amenaza un poco a todos. Por eso, es importante tomar esa
actitud sanamente humilde de quien reconoce sus pecados para pedir
confiadamente el perdón de Dios, y evita condenar a quienes están a su lado o a
los lejanos.
Si
uno vive así, aprenderá a rezar por todos, sin despreciar a nadie por un
fariseísmo más o menos claro. Evitará entonces el caer en actitudes que impiden
perdonar sinceramente a otros; también a quien pueda haber incurrido en uno de
los pecados más sutiles del espíritu: el del fariseísmo. Sólo entonces se
asemejará un poco a Dios Padre, “que hace salir su sol sobre malos y buenos, y
llover sobre justos e injustos” (Mt 5,45).
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