Autor: Jesús David Muñoz
«Yo soy ateo. No agnóstico. Ateo». Así
escribía un autor en un artículo sobre el misionero español Miguel
Pajares que, después de atender a enfermos de ébola en Liberia, murió el pasado
12 de agosto víctima de esta enfermedad a sus 75 años–. «O sea –continúa el
autor –, que estoy convencido de que los curas se pasan la vida creyendo en una
mentira. Creo, además, que toda mentira es dañina. Y de sobremesa en sobremesa
exhibo con arrogancia mi materialismo. Pero la coquetería me dura hasta el
preciso instante en que me entero de que un misionero se ha dejado la vida en
Liberia por limpiarle las pústulas a unos negros moribundos. Entonces me faltan
huevos para seguir impartiendo lecciones morales. Principalmente por lo
aplastante del argumento geográfico. Él estaba allí con su mentira y yo aquí
con mi racionalismo».
Para quien está habituado a leer
biografías de santos, la historia de un misionero que gasta su existencia
atendiendo enfermos y que muere en el intento, puede ser bastante prosaico.
Pero esto puede llegar a ser incomprensible para quien piensa que por encima de
su cabeza no hay más que un cielo vacío.
Lo sorprendente de todo esto no es solo
el hecho de que el mundo ya creía en Dios mucho antes de que los curas lo
dijeran, pues la idea de Dios es tan antigua como la humanidad misma, sino que
esta «mentira» tiene la fuerza para suscitar aún hoy actos de heroicidad que
más parecen sacados de una película de ficción que de la realidad que
encontramos todos los días en los periódicos. Esta «farsa» posee un ímpetu en
el corazón del hombre capaz de llevarlo a proezas que ni todas las ideas
racionalistas juntas podrían arrastrar tras de sí.
Y la pregunta sigue estando ahí: ¿Qué es
Dios? ¿Quién es Dios?
Para algunos no es más que una idea
cavernosa; a otros la duda los ha carcomido toda su vida. «¿Dónde estás, mi Señor;
acaso existes? –pregunta Unamuno- ¿Eres tú creación de mi congoja o lo soy
tuya?» (Dios en la poesía actual, BAC, Madrid 1970, p. 27).
Otros se niegan a correr el riesgo de
cambiar de perspectiva y abandonar la tonta idea de querer meter el cielo en la
cabeza, aceptando más bien el reto que pide la fe de meter la cabeza en el
cielo. Cuando uno quiere meter el cielo en la cabeza sucede algo lógico, y es
que la cabeza estalla: es un recipiente muy pequeño para algo tan descomunal.
Pero al fin y al cabo, para creer en
Dios, hace falta algo más que simplemente mirar la ley escrita en nuestros
corazones y al cielo estrellado sobre nosotros, como decía Kant, pues la fe es
en definitiva un don de lo alto.
Sin embargo, los creyentes juegan un
papel importante en esta lucha. Los santos son los verdaderos protagonistas, ya
que cuestiona terriblemente al mundo encontrar hombres y mujeres que hablan con
tal fuerza y pasión de Jesucristo que parece que lo hubieran visto ayer, que
hablan de la historia de la salvación como si hubiera acabado de suceder.
Porque si Dios es una «idea loca», los
santos son la mejor muestra de que esta idea puede volverte un «demente». Y la
historia nos deja ver claro que el mundo necesita a estos «dementes» pues son
ellos los que nos recuerdan que el cielo no está vacío, sino que encierra un
enorme misterio cargado de luz encandiladora que nuestros ojos miopes no pueden
soportar.
En definitiva: «La Iglesia no crece por
proselitismo –dice el Papa Francisco- sino por atracción» (Evangelii Gaudium,
n. 14).
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