3 de noviembre de 2014

El mundo necesita a estos «dementes»



Autor: Jesús David Muñoz

«Yo soy ateo. No agnóstico. Ateo». Así escribía un autor en un artículo sobre el misionero español Miguel Pajares que, después de atender a enfermos de ébola en Liberia, murió el pasado 12 de agosto víctima de esta enfermedad a sus 75 años–. «O sea –continúa el autor –, que estoy convencido de que los curas se pasan la vida creyendo en una mentira. Creo, además, que toda mentira es dañina. Y de sobremesa en sobremesa exhibo con arrogancia mi materialismo. Pero la coquetería me dura hasta el preciso instante en que me entero de que un misionero se ha dejado la vida en Liberia por limpiarle las pústulas a unos negros moribundos. Entonces me faltan huevos para seguir impartiendo lecciones morales. Principalmente por lo aplastante del argumento geográfico. Él estaba allí con su mentira y yo aquí con mi racionalismo».

Para quien está habituado a leer biografías de santos, la historia de un misionero que gasta su existencia atendiendo enfermos y que muere en el intento, puede ser bastante prosaico. Pero esto puede llegar a ser incomprensible para quien piensa que por encima de su cabeza no hay más que un cielo vacío.


Lo sorprendente de todo esto no es solo el hecho de que el mundo ya creía en Dios mucho antes de que los curas lo dijeran, pues la idea de Dios es tan antigua como la humanidad misma, sino que esta «mentira» tiene la fuerza para suscitar aún hoy actos de heroicidad que más parecen sacados de una película de ficción que de la realidad que encontramos todos los días en los periódicos. Esta «farsa» posee un ímpetu en el corazón del hombre capaz de llevarlo a proezas que ni todas las ideas racionalistas juntas podrían arrastrar tras de sí.

Y la pregunta sigue estando ahí: ¿Qué es Dios? ¿Quién es Dios?

Para algunos no es más que una idea cavernosa; a otros la duda los ha carcomido toda su vida. «¿Dónde estás, mi Señor; acaso existes? –pregunta Unamuno- ¿Eres tú creación de mi congoja o lo soy tuya?» (Dios en la poesía actual, BAC, Madrid 1970, p. 27).

Otros se niegan a correr el riesgo de cambiar de perspectiva y abandonar la tonta idea de querer meter el cielo en la cabeza, aceptando más bien el reto que pide la fe de meter la cabeza en el cielo. Cuando uno quiere meter el cielo en la cabeza sucede algo lógico, y es que la cabeza estalla: es un recipiente muy pequeño para algo tan descomunal.

Pero al fin y al cabo, para creer en Dios, hace falta algo más que simplemente mirar la ley escrita en nuestros corazones y al cielo estrellado sobre nosotros, como decía Kant, pues la fe es en definitiva un don de lo alto.

Sin embargo, los creyentes juegan un papel importante en esta lucha. Los santos son los verdaderos protagonistas, ya que cuestiona terriblemente al mundo encontrar hombres y mujeres que hablan con tal fuerza y pasión de Jesucristo que parece que lo hubieran visto ayer, que hablan de la historia de la salvación como si hubiera acabado de suceder.

Porque si Dios es una «idea loca», los santos son la mejor muestra de que esta idea puede volverte un «demente». Y la historia nos deja ver claro que el mundo necesita a estos «dementes» pues son ellos los que nos recuerdan que el cielo no está vacío, sino que encierra un enorme misterio cargado de luz encandiladora que nuestros ojos miopes no pueden soportar.

En definitiva: «La Iglesia no crece por proselitismo –dice el Papa Francisco- sino por atracción» (Evangelii Gaudium, n. 14).

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