Autor: Celso Júlio da Silva
Crecen las
ciudades, crecen los ruidos, crece el consumismo, crecen nuestros niños, crecen
las deudas, crecen los problemas, crecen los dolores de cabeza, crecen las depresiones, crecen los consultorios de los
psicólogos… y todo es porque discretamente crecen nuestras prisas.
Hay prisa en el
trabajo, prisa en el colegio, prisa en la universidad. Prisas que realmente nos
hacen estar en todas partes, sin muchas veces estar en ningún lugar. Nuestras
prisas se han vuelto un veneno que nos mata poco a poco. Incluso pueden enfriar
nuestras relaciones humanas dentro de casa, entre amigos, entre compañeros de
trabajo o de estudio.
Este alud de prisas
nos ha quitado la capacidad sincera de mirar al otro y desearle a cada mañana
un “buenos días”. Seguimos a rajatabla un horario, un calendario, una agenda a
desbordar, y las manecillas del reloj van sugiriendo a cada ser humano recordar
que la vida es una y el tiempo es corto. Conclusión: ¡acelérale!
Estamos de paso por
esta tierra, y encima llevamos sobre los hombros prisas que no nos hacen ningún
bien. Hay quienes no quieren morir, pero tampoco saben vivir y se asfixian por
los muchos quehaceres, aún necesarios, que esta vida conlleva. ¡Tanta prisa,
Dios mío! ¿Para qué? ¿Cuál es el destino que hace correr a tanta gente de un
lado para otro?
Al final de
nuestras “prisas”, si me permite san Juan de la cruz, nos examinarán del amor. Aquel
pasar de largo sin saludar a nadie, aquel desviar la mirada de los ojos de un
pobre o de un enfermo, aquel “no tengo tiempo para ti” de padre a hijo, de hijo
a padre, de esposo a esposa y viceversa, todo por causa de las prisas, serán la
triste causa de aquel “no te conozco” que saldrá del corazón de Dios. Cuando
nos hechizan las prisas diarias y no hacemos caso del prójimo, tampoco tenemos
tiempo para Dios.
La vida es una y el
tiempo nos apura. Sin embargo, la sabiduría cristiana nos hace conscientes de
que no tenemos morada fija en esta tierra y nos invita a reflexionar: ¿adónde
vamos? ¿A Quién vamos?
Nuestras jornadas, incluso
envueltas por tantas prisas, nos permiten ver que, en el fondo, existe un
destino hermoso que nos espera. Si lo reconocemos, el panorama de nuestra vida cambiará
completamente. Y, aunque todavía quede mucho por hacer, encontraremos tiempo
para Dios y para los demás, y superaremos la enfermedad actual de esas prisas que
nos sofocan. Sólo entonces comenzaremos a ser realmente libres y felices.
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