Autor: Fernando Pascual
Guerras, terremotos, catástrofes, encienden los reflectores. Ante los ojos del mundo aparecen cientos, miles de cadáveres. Hombres y mujeres, con su pequeña historia, con su familia, con sus miedos y sus esperanzas, llegan a ese momento definitivo de la muerte.
Sin reflectores, sin noticia, sin la atención de la prensa, cada día mueren miles y miles de seres humanos. Unos, en los hospitales. Otros, en sus casas. Otros, en esos accidentes, para algunos vistos como algo rutinario, de carretera o de trabajo.
La vida humana transcurre entre el momento de la concepción y la hora de la muerte. Algunas muertes aparecen ante nosotros como “noticia”. Otras son sencillas, cotidianas, como parte de estadísticas despiadadas.
Para el que muere, sus últimos momentos resultan decisivos. Llega la hora de cerrar un camino, de cortar lazos terrenos, de despedirse de los seres queridos, de alejarse de sueños y de temores, de dejar inconclusos trabajos, deudas y cariños.
Al otro lado de la frontera inicia algo nuevo. La muerte, como dice una canción, no es el final, sino el comienzo. En ella adquiere su plenitud la historia personal. Tras ella, es posible el encuentro, decisivo, con Dios.
Ante Dios, no valen los trajes lujosos, ni el dinero, ni la fama, ni los aplausos. El Señor de la vida y de la historia, el Juez justo, pesa lo que hay en los corazones, las obras hechas por amor, la fe que da sentido a la existencia, la humildad de quienes saben pedir perdón y perdonar.
Cada día hay miles de despedidas sin reflectores. Unas lágrimas bañan los ojos de los que quedan, mientras una oración se eleva a Dios por aquellos hermanos nuestros que hoy, como un goteo incesante, partirán al encuentro de un Dios justo, misericordioso y bueno.
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