Autor: Fernando Pascual
Con frecuencia se producen consecuencias dañinas del aborto.
Además de posibles daños físicos en la madre, existen secuelas en su corazón,
entre las que no faltan depresiones y tristezas profundas tras una decisión
muchas veces envuelta en un contexto dramático.
Pero la consecuencia más grave de todo aborto provocado
radica en la eliminación de la vida de un ser humano indefenso, de un hijo en
las primeras etapas de su desarrollo.
Alguno dirá que lo mejor para ese hijo era precisamente no nacer. ¿Cómo habría sido su existencia si hubiera seguido adelante en situaciones de pobreza, o de falta de cariño, o de tensiones en su madre y en quienes la rodean?
Al pensar así, uno se sitúa en una especie de observatorio
superior en el que se siente capaz de decidir qué existencia sería digna de ser
vivida y qué existencia sería mejor nunca haber continuado. Una manera de
pensar extraña, que se arroga un poder sobre la vida y la muerte, y que
establece discriminaciones arbitrarias.
Por eso, al afrontar el tema del aborto hace falta recordar
siempre su consecuencia más dramática: la injusta supresión de una vida humana.
Porque el aborto consiste precisamente en eso: provocar la muerte de quien
simplemente busca, con su dinamismo propio, abrirse paso en el camino de la
vida.
Al reconocer este hecho, las sociedades y las personas podrán
dar pasos concretos para promover una cultura de la acogida y del respeto hacia
los hijos, y para ofrecer apoyos eficaces y cercanos a las madres, de forma que
el aborto desaparezca como opción y se respete la vida de cada nuevo ser
humano.
Entonces el mundo habrá dado un paso importante hacia la
justicia y hacia el pleno respeto del más fundamental entre los derechos
humanos: el de la vida de los más indefensos y necesitados miembros de nuestra
especie, los hijos en las primeras etapas de su existencia terrena.
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