Autor: Fernando Pascual
Una constitución “funciona”, como ley fundamental de un Estado, si garantiza, promueve y defiende los derechos fundamentales de todos los miembros de ese Estado y, en lo que sea necesario, también de quienes no son ciudadanos pero pertenecen a la misma familia humana y conviven en el mismo territorio.
Una
constitución, en cambio, deja de tener valor, si permite la existencia de leyes
y de actuaciones no penalizables con las que son violados derechos básicos de
las personas.
Un Estado cuya constitución no es capaz de proteger el derecho a la vida es un Estado que está herido de muerte. Porque la participación en la sociedad sólo es posible desde el respeto a la vida y la integridad de todos. Y porque sin el respeto a la vida están amenazados todos los demás derechos de aquellos seres humanos que pueden ser eliminados a través del aborto o de cualquier forma de asesinato no punible.
Por
eso vale la pena poner en marcha un esfuerzo colectivo orientado a modificar
las constituciones para que puedan garantizar y promover eficazmente el derecho
a la vida de todos, sin exclusiones, sin discriminaciones arbitrarias.
Es
cierto que con leyes no se cambian los corazones. Es cierto que no deja de
haber delitos allí donde se ha llegado a un buen sistema político. Pero también
es cierto que las leyes tienen un hondo valor educativo, pues configuran
profundamente el modo de pensar y de actuar de las personas, especialmente si
tales leyes tienen un rango superior, como las constituciones.
Con
buenas constituciones, aptas para tutelar el derecho a la vida de todos, será
posible crear un ámbito de convivencia basado en la justicia y en la
solidaridad entre las personas. Gracias a esas constituciones, se trabajará
seriamente en la protección de la vida de miles y miles de hijos, que nacerán
entre hombres y mujeres abiertos a la justicia y dispuestos a ayudar a quienes
empiezan a existir en situaciones de mayor vulnerabilidad humana o comunitaria.
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