Autor: Fernando Pascual
Se habla mucho
del juicio de la historia, o del juicio de la opinión pública, o del juicio de
las urnas.
Pero los juicios
humanos son humanos, son falibles, muchas veces nos apartan de la verdad. Por eso hay
inocentes que son declarados culpables, y hay culpables que disfrutan de fama y
de aplausos en los libros, en la prensa o en los parlamentos.
En el mundo de
los hombres muchas valoraciones, muchos juicios, están viciados. Por errores
históricos, por engaño en las pruebas, por emociones colectivas, por
manipulaciones y fraudes organizados con mucha habilidad y eficacia.
Existe otro
mundo donde se dan juicios perfectos. Juicios que superan en mucho a las
historias escritas por los mejores cronistas. Juicios que suplen los errores de
tribunales que realizan un trabajo concienzudo pero falible. Juicios que llegan
a los secretos no descubiertos ni por los mejores detectives.
Son los juicios
que se formulan ante el tribunal de Dios, en el mundo al que llegamos todos
tras la muerte.
Allí no sirve
para nada lo que aquí consideramos como importante. No sirve haber triunfado
varias veces en las elecciones, ni haber vencido una guerra, ni haber eliminado
a los enemigos, ni haber sobornado a la prensa, ni haber organizado trampas
“perfectas” en el mundo de los negocios, ni haber sido apreciado por el “juicio
de la historia”.
Ante Dios
seremos juzgados por lo profundo del corazón y por las obras, sin engaños, sin
mentiras, sin oropeles, sin panfletos de propaganda. Cada uno, con su propia
conciencia, responderá delante de Dios sobre su vida, sobre sus actos, sobre
sus pensamientos, sobre sus omisiones.
Impresiona
recordar que llegará ese día, e impresiona más ver que pensamos muy pocas veces
en ese momento decisivo. Se nos juzgará sobre el amor, se nos preguntará si
fuimos humildes, se nos exigirá haber usado misericordia y perdonado al
enemigo.
Mientras nos
ocupamos de las mil noticias de nuestro mundo inquieto, mientras leemos libros
de historia que no llegan a las verdaderas más completas sobre el pasado, cada
día, cada hora, nos acerca a un momento decisivo.
Para ese
momento, para esa hora, que llegará a tu vida y a la mía, vale la pena mirar al
cielo, pedir perdón por tanto pecado, y aprovechar intensamente, con gratitud y
con amor, estos segundos que Dios nos ofrece para cambiar, en serio, el
derrotero de la propia vida.
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