Autor: Álvaro Correa
Los animales domésticos suelen ser
protagonistas de escenas simpáticas. Una de ellas muestra a un perro que
intenta morder un hueso pintado en el fondo de su recipiente de agua.
No es algo común, pero se dan casos
similares, como el que se asusta de su sombra, el que ladra a su imagen en el
espejo, etc.
No es el caso de explayarse aquí sobre
la percepción visual de los animales, pero esta mascota del hueso pintado nos
permite volver a reflexionar en el mundo de las apariencias.
Bien se dice el refrán:
“Las apariencias engañan”. En nuestras relaciones con los demás, los hombres
solemos ser fáciles en guiarnos por los datos externos que vemos o sabemos de
las personas.
Damos por suficiente una
referencia o –especialmente en esta era de las comunicaciones- un comentario
pronunciado desde un micrófono o escrito en una red social para colocar a una
persona sobre un podio de triunfo o para condenarla a una mazmorra de
menosprecio.
Es tan grande el misterio
de cada hombre que sólo Dios lo puede penetrar hasta lo más hondo. Por ello,
Jesús nos pide que no juzguemos. Nos sobrepasa la dignidad de cada persona y el
respeto que le debemos es sagrado.
Las apariencias son un
cascarón. En todo caso, nunca nos equivocaremos en pensar bien, en querer bien,
en disculpar, en expresarnos siempre bien de los demás. Así que esto y mucho
más nos ha permitido pensar el perrito y su hueso pintado…
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