15 de octubre de 2018

La barca en la tormenta


Autor: Fernando Pascual

La Iglesia navega entre tormentas. Tormentas del pasado: persecuciones y cismas, apostasías y miserias de los bautizados. Del presente, porque el mal persiste en su tenaz esfuerzo por destruir la obra de Cristo para apoderarse de las conciencias de los hombres.

En medio de las olas, bajo la furia del viento, ante el horizonte oscuro y tenso, la Iglesia mira a su Maestro y confía.

El mal no es más fuerte que la bondad divina. No son dueños de la historia los enemigos de la verdad y los esclavos de la moda. No hundirán la barca de Pedro los poderosos que sueñan con dominar el mundo entero.


La barca avanza, azotada y frágil, pero segura y firme. Tiene un apoyo indestructible: las palabras de Cristo, que rezó por Pedro (Lc 22,32) y por los suyos (Jn 17,9). Por eso, la luz siempre brillará en las tinieblas, y las tinieblas no podrán opacarla (Jn 1,5). Porque en la popa sigue presente el Señor, y no permitirá jamás que los poderes del maligno aniquilen sus proyectos de misericordia (Mc 4,38 y Mc 16,18).

Los hijos fieles, la multitud de bautizados que siguen las enseñanzas de Cristo, que caminan con el Papa y los obispos, que escuchan la Palabra, que luchan cada día por vivir los Mandamientos, que viven la Misa desde la fe llena de esperanza, saben que la tempestad podrá hacer mucho daño, pero nunca hundirá la barca de la Iglesia.

Cuando surgen críticas de quienes no saben caminar al paso de la Iglesia, de los que viven sin acoger las riquezas de sus concilios, de los que esperan revoluciones culturales como si fuesen ellos los que tienen el monopolio del Espíritu, es cuando más tenemos que orar por el Papa, unirnos a sus intenciones, y renovar nuestra confianza en Cristo, Señor del mundo y de la historia.

La tempestad, un día, cesará. Entonces brillará en el cielo ese arco iris que confirma la fidelidad del Dios que acompaña a sus hijos en los mil avatares de la vida, y que vela para que la Iglesia, unida al Papa y a los obispos, continúe en su marcha hacia la Jerusalén celeste, hacia el triunfo definitivo del Cordero.

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