22 de octubre de 2018

No agarrarse al aire


Autor: Álvaro Correa

El vuelo ruidoso y seguro, aunque en apariencia torpe, del “tontorrón” es parte de nuestro ajuar familiar durante la época de lluvias.

Es fácil que estos insectos se introduzcan en nuestras habitaciones al atardecer, encandilados por la luz eléctrica; si bien, lo más frecuente es verlos girar sin término entorno a las lámparas que iluminan las calles.

Sabrá Dios por qué la gente los bautizó con ese nombre de color despectivo, aunque cabe la posibilidad de que el motivo sea, más bien, un sentimiento de compasión.


El hecho es que, tras la fatiga del vuelo o debido a un choque con la protección de las lámparas luminosas o con el cristal de nuestras ventanas, los “tontorrones” caen al suelo boca arriba, sobre el caparazón de sus alas y patalean intentando aferrarse a algo para girarse y emprender de nuevo el vuelo.

Es lastimoso verlos. ¡Pobrecillos! Una y otra vez flexionan sus patas en búsqueda de un apoyo y sólo encuentran el vacío, sólo acarician el aire.

Terminan extenuados y, si no aciertan un movimiento de fortuna, allí se quedan, inmóviles, rasgando con sus patas un último sentir de aire.

Pidamos a Dios que nos libre de girar en torno al vacío de nuestro egoísmo, que nos permita aferrarnos a su amor y no caer boca arriba persiguiendo vanidades o globos de soberbia inconsistentes.

El amor de Dios es la roca segura sobre la que debemos construir nuestra vida; el resto es aire, es una sombra que pasa.

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