28 de enero de 2013

¿Son todos los que están?

Autor: Clemente González

Entre los más de mil millones de católicos se dan muchas actitudes, muchos modos de vivir y de pensar. Sin ser exhaustivos, los podemos clasificar en tres grandes grupos.

El primero corresponde a aquellas personas que están llegando a la conclusión de que la Iglesia católica no contiene la verdad que ellos buscan. Algunos piensan así después de experiencias negativas, o por lecturas que han realizado, o como resultado de un camino intelectual más o menos complejo. Por lo mismo, es muy probable que un día decidan dejar la Iglesia, abandonarla para unirse a otros grupos cristianos o para seguir otros caminos espirituales, a no ser que solucionen sus dudas y problemas con la ayuda de la gracia y de los demás católicos que viven a su lado. Su decisión nos duele, pero quienes obran con buena intención merecen nuestro respeto y la mano tendida: quizá algún día regresarán a casa, podremos abrazarlos como a hermanos en la fe católica.

El segundo grupo es el de esa inmensa mayoría de hombres y mujeres, ancianos y niños, jóvenes y adultos, sanos y enfermos, ricos y pobres, laicos, religiosos o sacerdotes, que formamos el Pueblo de Dios. En este segundo grupo podemos encontrar una cantidad enorme de actitudes y comportamientos. Desde santos como Madre Teresa de Calcuta, Francisco de Asís y Maximiliano Kolbe, hasta pecadores como muchos de nosotros (para no señalar a otros). Unos y otros miramos a Cristo, queremos serle fiel, obedecemos a los Obispos y al Papa, recurrimos a los sacramentos, nos emocionamos al ver ejemplos de caridad y nos esforzamos por seguir esos ejemplos, y buscamos maneras de vivir el Evangelio tal y como nos lo presenta y explica el Magisterio. Muchas veces tenemos que pedir perdón, con humildad, por tantos pecados, pero encontramos siempre ese consuelo que Dios da a los hijos pródigos que no dejan de ser hijos aunque a veces se alejen de la casa del Padre. Basta un poco de arrepentimiento para volver a sentir los brazos abiertos y la comprensión y el respeto de quien acepta la misma fe y quiere ser fiel a la misma caridad cristiana.

Existe un tercer grupo. Se trata de algunos bautizados que poco a poco se han separado de la fe, de la doctrina, de la disciplina de la Iglesia. De hombres y mujeres que han abandonado elementos centrales de nuestro credo, o aspectos importantes de la Liturgia, o ese sentido de cariño hacia el Papa y los Obispos que debe caracterizar a todo bautizado, o puntos centrales de la moral cristiana. Pero, a pesar de haber llegado a este triste resultado, no abandonan la Iglesia como lo hacen los del primer grupo, sino que, desde dentro, quieren cambiarla, acomodarla al espíritu del mundo. Lo único que logran es apartar a los cristianos y a las comunidades de la recta doctrina y de la comunión con los pastores. Algunos, con mayor o menor buena voluntad, se mantienen en sus errores sin abrirse con sencillez a la verdad católica para solucionar sus dudas y reencontrar el sentido de su fe. No nos fijamos en estos, sino en quienes dicen “estar” y “ser” católicos cuando tienen clara conciencia de ir contra elementos fundamentales del credo católico y de la caridad eclesial. “Están”, sí, dentro de la comunidad, pero no “son” realmente católicos.

Es triste perder la fe, como ocurre en el primer grupo. Es hermoso conservarla y poder ser parte del segundo grupo, a pesar de malos momentos y de caídas más o menos graves. Pero es profundamente doloroso llamarse católico y luego confundir, engañar, herir a otros hermanos con la mentira, la crítica irresponsable, la calumnia sistemática, el recurso a libros y autores no cristianos, la promoción de ideas teológicas equivocadas.

Lo más honesto sería resolver las propias dudas de fe en el respeto de la Revelación contenida en la Escritura y en la Tradición, de las enseñanzas del Papa y de los Obispos, de la doctrina del Concilio Vaticano II. Pero haber perdido la fe en puntos esenciales y seguir con la máscara de ser católico para dañar y dividir es crear en la Iglesia un verdadero cisma.

¿Cómo reconocer a quienes están sin ser? ¿Cuáles son las señales de su “mal espíritu”? Intentemos señalar algunos aspectos o pistas que nos pueden ayudar a identificarlos. Queda claro que siempre hemos de mantener el respeto a las personas. Quizá alguno actúa de buena fe, quizá otro vive en un error invencible. Pero no podemos dejar que destruyan la fe, la esperanza y la caridad que Cristo ha dejado en su Iglesia.

Una primera señal para descubrir el mal espíritu radica precisamente en actitudes de indiferencia, silencio culpable, oposición sincera y contestación sistemática al Magisterio, especialmente al que viene del Sucesor de Pedro, del Vicario de Cristo. Ante cartas encíclicas como la Veritatis splendor, la Evangelium vitae o la Ecclesia de Eucaristía, se toman actitudes de hostilidad, se ofrecen comentarios con críticas más o menos manifiestas, o se dejan a un lado como documentos “de los de Roma”.

Una segunda señal consiste en el recurso a doctrinas teológicas claramente contrarias a la fe, a la Tradición, a la Escritura. Se divulgan ideas de autores confusos, incluso de algunos cuya doctrina ha sido condenada explícitamente por el Magisterio. Se hacen opciones por ideas filosóficas incompatibles con la fe cristiana, como pueden ser el marxismo materialista, el subjetivismo individualístico o el hegelianismo. Se siguen interpretaciones exegéticas contrarias a la Tradición, muchas veces llenas de confusión y de errores más o menos graves, por no respetar el modo eclesial de acercarse al texto sagrado.

Una tercera señal consiste en la rebeldía disciplinar. Se crean grupos de presión para ir contra un obispo “no deseado”, porque no piensa como piensan ellos, o porque es “demasiado fiel” a Roma, o porque defiende, sin miedo, la doctrina católica en temas como el aborto o la anticoncepción. Es triste encontrar comunidades en las que algunos laicos y sacerdotes viven en esta actitud de rebeldía y contestación, como si la Iglesia fuese una sociedad humana en la que se actúa según la lógica de los grupos de presión y de mentiras que caracterizan algunas luchas políticas. Hay quienes incluso inventan calumnias o medias verdades contra quienes se mantienen fieles a la doctrina católica, y usan hábilmente medios de comunicación social para propagar sus mentiras y para confundir a los católicos de buena voluntad.

Una cuarta señal puede verse en el modo de celebrar los sacramentos. Es cierto que el Concilio Vaticano II ha dado pautas de actualización y renovación litúrgica. Pero eso no significa que cada uno pueda hacer lo que quiera sin depender del obispo y de la Santa Sede. Existen numerosas pistas y criterios que nos ayudan a vivir la unidad también en el modo de celebrar nuestra fe. Apartarse de estas normas, sobre todo en aspectos esenciales, o dejar de lado el culto eucarístico, bellamente defendido de nuevo en la encíclica Ecclesia de Eucharistia, o confundir a los fieles acerca del modo de celebrar el sacramento de la confesión con absoluciones colectivas fuera de los casos previstos por el Derecho Canónico, son señales de que ha entrado el mal espíritu, de que alguien “está dentro” con el corazón fuera.

Una quinta señal es el recurso exagerado a técnicas de pseudomeditación o de autocontrol psicológico que no siempre armonizan de modo adecuado con la ascética y la mística cristiana. A veces se recurre a métodos orientales o a prácticas nacidas en los grupos del New Age sin ningún sentido crítico, como si todo fuese igual o como si uno pudiese hacer compatible la doctrina sobre la gracia y el pecado con algunos presupuestos filosóficos presentes, por ejemplo, en el enneagramma (cf. el siguiente estudio) una técnica que se difunde cada vez más entre algunas comunidades católicas, incluso entre religiosos. Sobre este punto, tenemos dos documentos interesantes que pueden ayudar a un correcto discernimiento: Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la meditación cristiana (
ver documento); y Jesucristo portador del agua de la vida. Una reflexión cristiana sobre la “Nueva Era” (ver documento).

Una sexta señal, que ya ha sido insinuada en los otros puntos, es la falta de caridad. Si una persona se autodeclara católica y defiende doctrinas que implican violencia, odio de clases, o, incluso, promueve abiertamente el desprecio hacia la mujer, el racismo, el aborto y la eutanasia, ¿puede ser considerado un católico de verdad? Otros grupos se dedican a la mentira sistemática, a la división entre comunidades, a la promoción del choque y del rencor entre los hermanos. ¿Cómo podemos decir que es verdadero católico quien inventa, manipula, calumnia a otros laicos, religiosos, sacerdotes u obispos porque piensan de modo distinto a su propia ideología, a su mentalidad muchas veces anticristiana, si no antihumana, como en grupos que se dicen católicos y defienden el “derecho” al aborto?

Hemos esbozado algunas señales que nos permiten identificar a quienes “están” sin “ser”. Hay, desde luego, otros aspectos, pero no podemos recogerlos todos. Lo importante es ver el grado de sintonía, de amor, de sencillez, de humildad, de abnegación, de obediencia sincera y cordial al Papa y a los Obispos. Donde falta esto, donde reinan ideas personales o de grupo por encima de la “regla de la fe”, donde se da más importancia a seguir a un autor o un método espiritual que a la enseñanza litúrgica y dogmática del Magisterio, podemos estar seguros de que existe el peligro de la división, de la herejía o del engaño propio de los falsos hermanos.

Cristo rezó, al final de su vida, para que todos seamos uno (cf. Jn 17,20-26). Unidad en la fe y el amor, unidad en la gracia y en los sacramentos, unidad en la disciplina y en la ayuda mutua. Esa es la verdadera Iglesia de Cristo, la que hace casi 2000 años nació de la Pascua y de Pentecostés. Esa es la Iglesia que nos invita a todos a mirar a Cristo salvador y llegar, a través de Él, y desde la unidad que nace del amor, al Padre en el Espíritu Santo.

Nos toca a cada uno defender el tesoro de esa unidad. Especialmente ante los ataques de los falsos hermanos. No nos corresponde juzgar el grado de culpabilidad de sus conductas. Hemos de respetarlos y pedir por ellos. Pero no podemos permitir que engañen o arranquen del amor de Cristo a otros bautizados, aunque se presenten como ángeles o como iluminados, porque sólo hay un evangelio que salva (cf. Gal 1,8), y porque todos hemos sido invitados a reencontrar la unidad del género humano cuando formemos un solo rebaño bajo un solo pastor (cf. Jn 10,16).

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