4 de enero de 2013

Un Ferrari que no corre a más de 60 km/h

Autor: Diego Adrián Páez

«Eres como un Ferrari —me dijo—, pero que se ha puesto a banquetear por las estrechas y cortas calles de un pueblucho perdido donde su único premio es levantar una estela de polvo detrás de sí». Cuando escuché esto quedé sumamente impresionado. «Tienes dentro de ti —agregó—, un miedo que estás sofocando y que no te deja ser libre».

Creo que este miedo interno lo compartimos muchos. Es muy fácil congratularnos con nuestras pequeñas y mediocres metas y objetivos: nos gloriamos de trofeos hechos de cartón y pintados de acuarela.

Podemos preguntarnos: ¿qué tiene de malo seguir haciendo lo que hago? ¿Para qué probar hacer algo nuevo si, lo que hago hasta ahora, me mantiene satisfecho? No hago ningún mal a nadie, ¿por qué un cambio? ¿Por qué no seguir viviendo como vivo?
 

En verdad, cuán parecidos somos a este Ferrari. No queremos salir de nuestro pueblucho, conocemos todas sus callejuelas, las hemos recorrido cientos de veces, no nos perdemos, conocemos todos los atajos y destinos, ¿para qué arriesgarse?

Pero algo en nuestro interior nos dice que realmente estamos hechos para mucho más. Nuestro corazón es el que nos reprocha nuestra cobardía. No estamos para pisar polvo y piedras, sino para correr largo y tendido por la amplia e inmensa carretera de la vida, que se extiende delante de nosotros y que no tiene otro horizonte más que nuestra realización plena.

Es cierto, no conocemos el camino porque no lo hemos recorrido. Los objetivos a conquistar están más distantes y requieren mayor esfuerzo y perseverancia. En nuestra carrera no siempre será de día. Vendrá la noche, y tendremos que seguir en nuestra marcha; podremos hacer breves pausas, descansar un poco, rellenar el tanque, pero seguir siempre adelante.

Poco a poco, este camino antes desconocido, se va volviendo familiar y podremos ir más rápido; y, día a día, antes de que oscurezca, nos daremos cuenta de que hoy hemos superado más millas que ayer.

Sin embargo, seguimos hablando de metas muy terrenales y pasajeras, porque el camino hoy trazado, mañana puede borrarse del mapa, y tomar otro cauce y llegar a otro sitio. Entonces, ¿a qué aspiramos?

Tendemos a la eternidad; a dejar el asfalto para pisar las nubes; a dejar los neumáticos para abrir las alas; a dejar el camino para surcar vientos. Esto es, en el fondo, lo que queremos; y ahora, por si no lo sabíamos, para esto fuimos creados.

Aún hay más. No podemos contentarnos con ver desde lo alto a los demás como si fueran hormigas, uno detrás del otro y por el mismo camino. Nosotros somos los primeros responsables en ir y motivarles a dejar la cómoda cochera del miedo y el egoísmo; a ayudarles a desempolvar el tablero para encender sus corazones y volar todos juntos, para no volver a pisar tierra y conocer sólo el hangar de la felicidad eterna y plena.

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