14 de enero de 2013

Una sentencia ideológica

Autor: Max Silva Abbott

Recientemente la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha dictado un polémico fallo (caso Artavia Murillo y otros vs. Costa Rica), a propósito de la fecundación in vitro, prohibida en ese país en 1990 mediante un dictamen de su Sala Constitucional, entre otras cosas, porque ella vulnera el derecho a la vida de los “embriones sobrantes”, puesto que estimaron que su Constitución protege la vida desde la concepción.

La Corte aceptó la demanda, pues consideró que la normativa estatal vulneraba diversos derechos de los recurrentes: a la vida privada y familiar, a la integridad personal en relación con la autonomía personal, a la salud sexual y reproductiva, a gozar de los beneficios del progreso científico y tecnológico, y finalmente, el principio de no discriminación. Así, la sentencia viene en la práctica a derogar la norma constitucional aludida y condena a Costa Rica al pago de indemnizaciones y costas.

Ahora bien, se supone que la Corte debe aplicar preferentemente la Convención Americana sobre Derechos Humanos (también llamada Pacto de San José de Costa Rica), de 1969, puesto que allí se establecen sus competencias. Además, ella señala literalmente en su artículo 4º “Derecho a la Vida” en su Nº 1: “Toda persona tiene derecho a que se respete su vida. Este derecho estará protegido por la ley y, en general, a partir del momento de la concepción. Nadie puede ser privado de la vida arbitrariamente.” De esta manera, puede apreciarse a simple vista que esta normativa y la de Costa Rica apuntan en el mismo sentido.

Sin embargo, la Corte estimó que el embrión no es propiamente una “persona” y que por tanto, no goza de un “derecho a la vida” como los demás seres humanos, razón por la cual su protección debe ceder ante los otros derechos ya mencionados (con lo cual de paso se asienta un peligroso argumento para legitimar el aborto).

¿Cómo se justifica semejante decisión? Ello se explica por diversas reglas que la Corte ha ido dándose a sí misma. Así, entre otras, ha determinado que ella es la intérprete última y definitiva de la Convención y que dicha interpretación no debe basarse tanto en su tenor literal o en las intenciones de sus redactores, sino más bien en una comprensión dinámica y evolutiva de sus términos. Además, considera que esta interpretación debe armonizarse con los demás tratados regionales y universales de derechos humanos, de manera de lograr una sistematización entre todos, para formar un bloque de juridicidad.

Se comprenderá fácilmente que con estas premisas, la Corte puede hacer decir a los documentos internacionales lo que ella quiera, sometiendo a los países que están bajo su jurisdicción, a una auténtica dictadura judicial internacional, que hace tabla rasa con su institucionalidad. La pregunta obvia es si realmente fue a esto a lo que se comprometieron nuestros países al suscribir la Convención Americana sobre Derechos Humanos.

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