Autor:
Mario Rodríguez
Es algo curioso la idea de revolución,
un cambio radical, una sacudida tremenda que no deja las cosas como estaban
antes.
Hay muchas revoluciones conocidas. Basta
mencionar la revolución francesa, o la revolución industrial, o la revolución
de los claveles. Todas ellas tienen una mayor o menor relevancia histórica.
Sin embargo, a la inmensa mayoría de las
personas les deja indiferente que el pueblo francés haya o no tomado la Bastilla aquel año 1789. A nadie le afecta en lo
más profundo de su persona que se haya inventado la locomotora de vapor hace
dos siglos. Estos acontecimientos no tocan nuestras vidas.
Pero hay una
revolución que no nos puede dejar indiferentes. Esa revolución
sucedió hace casi ya dos milenios: una tumba vacía, la resurrección de
Jesucristo. Nunca nadie había hecho algo similar.
No se trata de volver simplemente a la
vida, de vivir por segunda vez, como cuando le aplican electroshocks a una
persona. Es algo infinitamente mayor. Lo que Cristo hizo es algo absolutamente
nuevo: “Yo hago nuevas todas las cosas”.
Cristo venció la muerte con su vida y
con su muerte nos dio la nueva vida. La resurrección nos dice que la tumba no
tiene la última palabra, que la luz irradia incluso en esos momentos de más
profunda oscuridad. La resurrección es el anuncio de la cercanía de Jesús que
ahora vence cualquier barrera de lugar y del tiempo.
Ahora bien, si entonces eso fue lo que
sucedió, algo en nuestra vida tiene que cambiar. Pudo o no haber una revolución
industrial, pero que Cristo haya o no haya resucitado no es indiferente, porque
de eso depende que el camino que recorremos durante nuestra vida tenga sentido
o desemboque en –digámoslo suavemente- nada.
Cristo vive intensamente, con una vida
que difícilmente podemos comprender en su totalidad, y que sin embargo nos
llama la atención: el mismo Cristo resucitado atraviesa paredes y desayuna con
sus amigos; se muestra glorioso y al mismo tiempo lleva sus llagas.
Si Cristo entonces nos ha salvado de
nuestros pecados y de la muerte, y si además está vivo aunque no lo podamos
ver, significa que en la vida debe reinar la esperanza, porque Cristo está
cerca, nos conoce y no nos ha dejado solos.
Esperar, sí, porque para resucitar es
preciso primero haber pasado por el sepulcro, para luego dejarlo vacío.
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