20 de abril de 2015

La revolución definitiva



Autor: Mario Rodríguez

Es algo curioso la idea de revolución, un cambio radical, una sacudida tremenda que no deja las cosas como estaban antes.

Hay muchas revoluciones conocidas. Basta mencionar la revolución francesa, o la revolución industrial, o la revolución de los claveles. Todas ellas tienen una mayor o menor relevancia histórica.

Sin embargo, a la inmensa mayoría de las personas les deja indiferente que el pueblo francés haya o no tomado la Bastilla aquel año 1789. A nadie le afecta en lo más profundo de su persona que se haya inventado la locomotora de vapor hace dos siglos. Estos acontecimientos no tocan nuestras vidas.


Pero hay una revolución que no nos puede dejar indiferentes. Esa revolución sucedió hace casi ya dos milenios: una tumba vacía, la resurrección de Jesucristo. Nunca nadie había hecho algo similar.

No se trata de volver simplemente a la vida, de vivir por segunda vez, como cuando le aplican electroshocks a una persona. Es algo infinitamente mayor. Lo que Cristo hizo es algo absolutamente nuevo: “Yo hago nuevas todas las cosas”.

Cristo venció la muerte con su vida y con su muerte nos dio la nueva vida. La resurrección nos dice que la tumba no tiene la última palabra, que la luz irradia incluso en esos momentos de más profunda oscuridad. La resurrección es el anuncio de la cercanía de Jesús que ahora vence cualquier barrera de lugar y del tiempo.

Ahora bien, si entonces eso fue lo que sucedió, algo en nuestra vida tiene que cambiar. Pudo o no haber una revolución industrial, pero que Cristo haya o no haya resucitado no es indiferente, porque de eso depende que el camino que recorremos durante nuestra vida tenga sentido o desemboque en –digámoslo suavemente- nada.

Cristo vive intensamente, con una vida que difícilmente podemos comprender en su totalidad, y que sin embargo nos llama la atención: el mismo Cristo resucitado atraviesa paredes y desayuna con sus amigos; se muestra glorioso y al mismo tiempo lleva sus llagas.

Si Cristo entonces nos ha salvado de nuestros pecados y de la muerte, y si además está vivo aunque no lo podamos ver, significa que en la vida debe reinar la esperanza, porque Cristo está cerca, nos conoce y no nos ha dejado solos.

Esperar, sí, porque para resucitar es preciso primero haber pasado por el sepulcro, para luego dejarlo vacío.

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